Con contadas excepciones, los precandidatos de centro-derecha han dado esta semana un espectáculo de canibalismo político, digno del circo romano que es la política colombiana.

Pese a los insistentes llamados de la gente a que depuren, de una vez por todas, la extensa lista de quienes dicen sentirse obligados con Colombia a poner sus nombres a consideración de la ciudadanía, partidos y aspiraciones independientes siguen inmersos en un ritual de autodestrucción. ¿Será que piensan que tienen tiempo de sobra para construir consensos?

Las pugnas internas, las cartas filtradas, desconfianzas, recelos o ataques velados entre ellos por los mecanismos de escogencia los han situado en auténticos campos de batalla donde el adversario ya no es el contrario ideológico, sino el compañero de tolda.

Pésimo ejemplo el que le dan a un país tan polarizado como el nuestro que, atónito, observa cómo el que debería ser un ejercicio democrático de gran madurez política se ha degradado a un show de vanidades o a un festín de egos, en el que fracasa la búsqueda de un proyecto colectivo.

En el Centro Democrático se desató una guerra visceral por cuenta de una encuesta que se les hizo imposible concretar. Sospechas de favoritismos, acusaciones cruzadas y las reservas de Miguel Uribe Londoño y su entorno sobre la firma escogida expusieron las fracturas de la colectividad que perdió la brújula del método acordado. Al final, será el expresidente Uribe quien escogerá el o los candidatos que estarán en la consulta interpartidista de marzo.

Entre los conservadores, el respaldo anticipado a Efraín Cepeda y la posterior retractación del directorio frente a las reglas de juego establecidas revelaron una fragilidad institucional que minó la credibilidad del discurso del partido. De modo que la disputa entre el senador barranquillero y el excontralor Pipe Córdoba, por un supuesto giro atribuido a presiones petristas, ha revelado una colectividad dividida entre su identidad y los intereses del poder.

Tampoco la llamada Fuerza de las Regiones escapa a esta dinámica autodestructiva. Donde debía existir propósito compartido, afloraron reproches y ambiciones en disputa entre los exgobernadores. La lucha por imponer un nombre o un método de selección, diferente al resuelto, desnudó la endeblez de sus compromisos y la confianza, materia prima de esa y cualquier coalición, se erosionó a tal punto de que Héctor Olimpo Espinosa quedó por fuera.

En este trance de implosión, dos pesos pesados de la derecha, Vicky Dávila y Abelardo de la Espriella, se sacan chispas, un día sí y el otro también, en una guerra mediática sin término. De suerte que la unidad —tan invocada como necesaria— se ha vuelto imposible porque nadie quiere ceder ni siquiera un milímetro de protagonismo, en una carrera contra el reloj.

¿Colapsa la centro-derecha a medida que se acerca la hora de las definiciones? Es lo que parece o, al menos, la sensación que dejan es la de una democracia atrapada entre líderes que confunden liderazgo con vanidad. La metáfora del canibalismo político —ese impulso de devorarse entre aliados— no es exagerada.

Cada mordida que se dan lesiona el cuerpo colectivo que deberían fortalecer, con miras a las elecciones de 2026, en las que Colombia se juega a fondo su futuro, mientras la ciudadanía observa con desdén su caótica confusión.

No es menor que la derecha se fragmente justo cuando la izquierda exhibe un orden poco común. El Pacto Histórico luce alineado tras el triunfo de Iván Cepeda en la consulta, con un mensaje de disciplina interna que contrasta con el de su oposición, lo cual es paradójico, porque la historia siempre nos había mostrado al progresismo en escenarios de dispersión.

Colombia no necesita más gladiadores de la egolatría ni nefastas parodias del libertador Simón Bolívar, sino estadistas capaces de pensar más allá de su reflejo. Si los precandidatos —a quienes les encanta tomarse fotos juntos, pero no son capaces de acordar el mecanismo para escoger un único representante— insisten en poner sus ambiciones por encima del bien común, acabarán quemados por sus propias derrotas en la hoguera de sus vanidades.