En el Caribe colombiano, pagar la factura de luz ha sido, por décadas, una pesada herencia. La región carga con tarifas más altas que el promedio nacional, un 30% aproximadamente más que el resto de regiones del país, un servicio irregular y una dependencia excesiva de la hidroelectricidad que la vuelve frágil ante sequías y crisis climáticas. Mientras tanto, en 2025, el Caribe sigue esperando una solución estructural. Pero lo que parece un obstáculo histórico es, en realidad, la mayor oportunidad: convertir a nuestras ciudades en líderes de la energía solar y de una verdadera transición energética desde lo local.
Los números no mienten. Según la Unidad de Planeación Minero-Energética (UPME), Riohacha recibe entre 5.7 y 6.0 kWh/m²/día de radiación solar; Valledupar llega a 5.8; Barranquilla y Santa Marta superan 5.3; Cartagena bordea los 5.3, y Sincelejo y Montería rondan los 5.0. Estas cifras ubican a la región entre los territorios con mayor potencial de generación solar en América Latina. En pocas palabras: tenemos sol de sobra, pero lo seguimos desperdiciando.
¿Por qué no hemos dado el salto? El problema no es la falta de recurso, sino los costos iniciales, la maraña de trámites y la ausencia de incentivos efectivos que acerquen la energía limpia a hogares y empresas. Una familia o un pequeño negocio que quiera instalar paneles solares enfrenta una inversión inicial elevada, que muchas veces se vuelve inaccesible. Y sin un sistema que democratice ese acceso, la transición energética corre el riesgo de ser solo para unos pocos.
Existen fórmulas sencillas y posibles. Una de ellas puede partir de un impuesto que todos conocemos: el predial. Si los municipios caribeños habilitaran descuentos de hasta un 40% del valor de un proyecto solar, distribuidos en tres años, el beneficio sería directo para las familias y empresas. No se trata de condonar tributos, sino de reinvertirlos de manera inteligente. Bogotá ya explora modelos de “obras por impuestos”, donde la inversión privada se convierte en infraestructura pública. El Caribe puede ser pionero en adaptar ese esquema a la energía renovable.
Los beneficios son inmediatos y múltiples. Para el ciudadano, facturas más bajas gracias al autoconsumo. Para las ciudades, mayor seguridad frente a apagones y fallas de transmisión. Para la salud pública, menos contaminación del aire y reducción de enfermedades respiratorias. Para la economía, una nueva industria local que generará empleos con labores de instalación, mantenimiento y comercialización de equipos solares.
Cada día de sol sin paneles es energía perdida. Cada factura inflada es un golpe a la economía familiar. Cada apagón es un recordatorio de nuestra vulnerabilidad. El futuro energético de Colombia puede comenzar aquí, en nuestras capitales caribeñas, en cada techo que se convierta en una batería urbana.
El llamado es claro: Debemos crear incentivos concretos, el sector privado debe asumir riesgos en nuevos modelos de negocio, y la ciudadanía debe ver en la energía solar no un lujo, sino una inversión colectiva en seguridad, salud y resiliencia. El Caribe colombiano está listo para encender la revolución solar que el país necesita.
El Gobierno Nacional tiene que dejar de limitarse a grandes discursos sobre la transición energética y trabajar codo a codo con los gobiernos locales. Son las alcaldías y gobernaciones las que conocen las necesidades de la gente y tienen la capacidad de ejecutar proyectos concretos. El papel del Gobierno central no es monopolizar la narrativa, sino habilitar, financiar y acompañar a los territorios. La transición se logra en cada ciudad que instale paneles, en cada comunidad que genere su propia energía, en cada hogar que ahorre en su factura de luz. El Caribe colombiano no puede seguir esperando: está listo para encender la revolución solar que el país necesita, pero requiere un Gobierno Nacional que trabaje en alianza real con lo local. La seguridad energética puede dejar de ser un sueño para la región más golpeada por las tarifas, y ser un aliado del desarrollo.