Soy costeño porque nací frente a la bahía de Santa Marta. Me gusta decir que me bautizaron con agua del Mar Caribe. Aprendí en el barrio Olivo de mi ciudad a ser autentico, a no hacer poses ni a fingir un acento neutro para impresionar. Aprendí a reírme con una carcajada sonora, a disfrutar un vallenato cantado a todo pulmón como expresión de nuestra relación con el territorio, a entender que los zapatos blancos hacían presente a esos salseros que se encontraban en la esquina para tirar pases como calentamiento a la rumba.

Cuando llegué a finales de los 80 a Bogotá, tuve que amansar el frío con paseos vallenatos cantados con cadencia, mientras estudiaba a los grandes teólogos en los butacos de la Javeriana. Llené de color los grises de las mañanas paramunas de Usaquén. Espanté con esas palabras que algunos llaman “vulgaridades” -sin entender muy bien por qué- los momentos de nostalgia que me llegaban como un bamboleo de las olas de mi mar. Así me adapté a esa ciudad inmensa en la que llueve desde el siglo XVI, sin dejar de ser el mismo Caribe. Por eso me entendí como un Caribe Universal.

Eso implica nunca avergonzarme de lo que soy ni de dónde soy, estar orgulloso del desenfado con el que vivimos, pero a la vez abrirme al mundo, dialogar con otras maneras de ser y de estar, sabiendo que ninguna manifestación cultural es mejor o peor que la otra.

En esa dinámica de entender lo nuestro y lo ajeno, aprendí a vivir la espiritualidad de lo cotidiano, esa capacidad de encontrar la belleza en lo simple, de reírse aún en medio de la dificultad, de hacer del encuentro con los otros una fiesta de la vida; sabiendo que ser relajado y vacilarse la existencia no es descuido, indisciplina o pereza. En mi caso los libros me han atrapado con sus maravillas y he hecho de la disciplina y el orden herramientas de realización. Gracias a eso he llegado hasta aquí.

He sabido tirar fichas de dominó emocionado con el nuevo chisme de la mesa, pero también he sabido estar en la mesa de mi estudio leyendo en silencio y con mucha seriedad El arte de tener razón de Arthur Schopenhauer. Aprendí a ser generoso viendo en las parrandas de mi papá que un trago de ron no se le niega a nadie y que donde comen dos, comen tres. Sé ponerme un vestido entero negro para cumplir la etiqueta de una fiesta, pero también combino los colores más vivos, así a algún acomplejado le parezcan extravagantes.

Sí, yo soy Caribe Universal y eso es demostrarle al mundo que desde esta orilla, con vallenato, guineo verde y palabras gritadas, también podemos aportar sabiduría, filosofía de vida y esperanza.

@Plinero