Cuando una empresa anuncia con bombos y platillos que sus procesos, o alguno de ellos es carbono cero, ¿sabe qué significa?

La mayoría imagina una industria trabajando en un paraíso verde: cero humo, cero contaminación, cero impacto. Pero la verdad es menos mágica… y más financiera.

Un ejemplo sencillo: una empresa organiza un evento con 20 mil personas. Esto genera toneladas de emisiones causadas por las plantas eléctricas, el transporte del público, las luces, el sonido, la comida y la basura.

Todo eso acumulado produce toneladas de dióxido de carbono (CO₂). Y para “borrarlas” de la contabilidad ambiental, llamada “huella de carbono”, los empresarios compran bonos de carbono.

¿Y qué es eso? Son certificados que representan una tonelada de CO₂ que alguien, en algún lugar, dejó de emitir o logró capturar. Los venden organizaciones que protegen bosques para que no los talen, que plantan árboles donde antes hubo motosierra o que generan energía limpia para reemplazar al carbón. Si la empresa produce 100 toneladas de CO₂, compra 100 bonos y, sobre el papel, queda en cero.

Hasta aquí, suena razonable. Pero luego viene la letra pequeña.

Muchas empresas con utilidades millonarias —y con procesos que contaminan sin piedad— destinan un presupuesto para comprar bonos y así vestirse de “responsables ambientales” sin tocar lo esencial: reducir al máximo sus emisiones reales y quedarse solo con las inevitables.

Es como quien está lleno de pecados y busca el sacramento de la confesión. El cura analiza el tamaño del pecado, da su sermón, impone la penitencia… y el cristiano sale del confesionario sintiéndose aliviado. Para reforzar su imagen de alma arrepentida, deja además una generosa limosna para que las monjitas construyan un colegio. Y sin aprender la lección, continúa su camino de pecado hasta la próxima confesión.

El gesto luce noble… pero el pecado sigue escrito en el libro mayor de la vida. Así funciona gran parte del greenwashing, o “lavado verde”: se purifica la fachada, no el alma.

¿Es mejor que nada? Sí. ¿Es coherente? No. Porque en muchos casos, los bonos de carbono son sermones modernos que se rezan para seguir pecando. Y como en la metáfora, la absolución puede tranquilizar conciencias, pero no borra el daño causado.

La próxima vez que escuche “carbono cero”, no se quede con el sermón. Pregunte por el pecado. Porque solo cuando las empresas hagan un verdadero acto de contrición —cambiando de raíz sus procesos— podremos decir que tienen la conciencia limpia… o al menos, más verde.

@ortegadelrio