Una de las cosas que me sorprendió saber, ahora que el azar me ha llevado a establecer vínculos estrechos con la gente y la cultura de Indonesia, es que, salvo ciertas referencias a la etnia, allá no existen los apellidos.
Si el nombre es esa palabra que marca la diferencia entre uno y otro ser de la misma especie proporcionándole identidad, en el apellido están inscritas todas las marcas de una estirpe, entrecruzadas como hilos que, aunque el tiempo desdibuja, acaban por convertirse –para bien o para mal– en el tejido que constituye la singularidad de un individuo. En el apellido reposa el sedimento de la historia familiar, es un legado que va de generación en generación y habla de lo que somos o de lo que, a veces, preferimos no saber. Como la cosa más natural se reconoce, por ejemplo, la belleza de los Pérez, la habilidad para los negocios de los Ruiz, o la intemperancia de los Murcia; los apellidos enaltecen o deshonran, dan cuenta de procedencias y establecen conexiones parentales. Por tal razón, poco después de haber llegado al Archipiélago Indonesio y palpar su diversidad racial, cultural y religiosa (“Unidad en la diversidad” reza en su escudo), traje a colación el tema.
En efecto, en un país conformado por más de 17.000 islas, que tiene alrededor de 250 millones de habitantes y entre 150 y 250 lenguas clasificadas, desde el presidente hasta el obrero prescinden del apellido. En principio cuesta creerlo, especialmente en una ciudad como Yakarta, su capital, en cuya área metropolitana conviven hasta 30 millones de personas. Pero es cierto; si acaso, yo allá me podría llamar Bertha Cecilia, pero, además, jamás hubiera podido acceder a la tentación de endosarme un “de Cantillo” o “de López”, ni saber si provengo de Castilla, de Burundi, de Indochina o de Mompox. Los indonesios, en cambio, no utilizan esa marca familiar que identifica, que distancia o aproxima. De manera que la individualización va ligada a una descripción enfocada fundamentalmente en peculiaridades como Fulano “el alto”, Sutano “el hijo de Susilo”, o Perencejo “el de Borneo”; entretanto, los rastros del parentesco poco a poco se disuelven en el tiempo.
Sospecho que bajo estas circunstancias un narrador magistral, como Gabriel García Márquez, se hubiera visto en aprietos para plasmar las siete generaciones de Buendía de Cien años de soledad. Por ventura, nuestro Nobel se nutrió –una experiencia común entre los colombianos– de la insólita trascendencia que damos por estas tierras a los asuntos de la estirpe. Particularmente cuando se trata de privilegios sociales y económicos, o de contubernios políticos. Basta suponer qué hubiera sido de Juan Manuel sin el Santos, de Andresito sin el Pastrana, de Alfonsito sin el López, de Rodrigo sin el Lara o los Galán sin el Galán. Cabe también imaginar cómo será el futuro de ciertas generaciones de Escobar, de Garavito, Orejuela, de Mancuso, de Moreno o de Noguera. Y mejor no digo más…
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