A quienes padecemos la superstición de los números —que somos muchos y gozamos de ilustre compañía, desde Pitágoras, el del célebre teorema, quien predicaba que el destino de las personas estaba cifrado en su nombre y su fecha de nacimiento, hasta los 899 apostadores que un día jugaron al chance con el cumpleaños de Diomedes Díaz; y ganaron—, a quienes padecemos esa angustia o placer, decía, pues puede ser las dos cosas, no nos sorprendió demasiado que 2016 hubiera sido un año tan confuso y tumultuoso, tan cargado de sorpresas y sobresaltos. Los números pares, que se pueden dividir limpiamente entre dos, representan, en la siniestra simetría de sus partes iguales, la duplicidad, la incertidumbre, la indecisión, la insipidez, la deslealtad, el ni fu ni fa, perversas cualidades que comparten con los políticos, los camaleones y las dietas balanceadas. Hay que andarse con cuidado en un año par. No se sabe en qué momento pueda abrirse en dos, por la raya ideal de su mitad perfecta, y tragárselo a uno.

Los impares, aunque viven al lado, son muy distintos. No son cuadriculados y solapados, como sus vecinos, sino espontáneos y francos. Si se intenta dividir un número impar en dos cantidades enteras, siempre sobra un pequeño pedazo, una unidad que habrá que adjudicarle, a manera de ñapa, a alguna de las partes. Ese minúsculo desbalance hace toda la diferencia. Es el pequeño detalle que corta la monotonía. Es el defecto entrañable que hace que queramos todavía más al amigo. Es la vacuna contra la neura del perfeccionismo y el trastorno obsesivo-compulsivo de la igualdad. Es el lunar que rompe el equilibrio de un rostro y lo eleva de meramente bello a irresistible. En la asimetría, nos dicen los impares, hay una belleza superior a la simetría.

Lo par es uniformidad, acartonamiento, indistinción. Lo impar, individualidad, originalidad, rebeldía. Y 2017 no es un número impar cualquiera, no señor, sino que es, además, un número primo, que es como pertenecer a la realeza de los números. Todos los primos son impares —con excepción del 2, un plebeyo arribista cuyos títulos fueron adquiridos fraudulentamente o un rey rústico desdeñoso de las cortes palaciegas: los estudiosos de la aristocracia numérica no se han puesto de acuerdo—, pero no todos los impares son primos. Los primos son escasos, como piedras preciosas. Infatigables computadores dedican años a buscarlos. Son duros y diamantinos, como las rocas más valiosas. E indivisibles: como dice la expresión, “de una sola pieza”. No se pueden explicar como el producto de cifras inferiores. Los primos son así, irreductibles, como Dios los hizo.

Y todavía le caben más virtudes al guarismo de este año que despega. Porque 2017 es lo que los matemáticos llaman un ‘primo sexy’. Que quiere decir que lo separan seis pasos del primo siguiente o anterior (en este caso, 2011), pues en latín ‘seis’ se dice ‘sex’. Pero la explicación es menos emocionante que el adjetivo, así que quedémonos con el adjetivo.

De modo que comienza un año potencialmente noble, original, atípico, precioso, incluso erótico. Añadiré que al 17 le tengo un cariño particular porque un 17 nació mi padre. Numerológicamente, al menos, el año pinta mejor que el anterior. Esperemos que la realidad esté de acuerdo.

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