Más tardábamos en oír el canto de las chicharras, que en treparnos a un árbol del patio en busca de esos animalitos. En la época de más calor iniciaban su serenata pidiendo al cielo un poco de agua. El macho es el que canta y atrae a las hembras con su chillido; algo parecido a lo que ocurre en la especie humana, o mejor dicho, lo que ocurría, cuando el macho era quien seducía con sus piropos a las mujeres.

Hoy, con la globalización del sexo, tanto el macho como la hembra son seductores. Pero volvamos a estos curiosos animalitos de alas transparentes que parecen de cristal, surcadas por pequeñas venitas, dos ojazos saltones y una cajita de música. Era la diversión de los niños, que las buscábamos para hacerlas sonar oprimiendo ligeramente su abdomen, para luego soltarlas dejándolas en libertad.

Agobiadas por el calor y de tanto chillar se “reventaban”, y así, en las ramas secas de los árboles, encontrábamos con frecuencia los cascarones amarillos dorados por el sol, disecados y en su posición habitual como si estuvieran vivos. Oír a varias chicharras chillando al mismo tiempo, era todo un concierto que para nosotros los niños tenía un especial atractivo, pues lo disfrutábamos y lo asociábamos con un fuerte aguacero y con la posibilidad de tener el día libre en el colegio. Hoy casi no se escuchan chicharras cantar.

Las pocas que quedan son diminutas y su canto es débil: están resentidas con el hombre y ya no chillan pidiendo agua; su canto parece más una agónica súplica a Dios, pidiéndole que las proteja del hombre para que no siga depredando su natural hábitat, el cual les ha usurpado para convertir en frío cemento, algo que tanto a ellas como a otras especies les pertenece.

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