Naomi Kawase, la directora de Una pastelería en Tokio, es un nombre reconocido en el Festival de Cannes. Ha estado nominada varias veces a la Palma de Oro y se ha hecho acreedora de varios premios en este y otros festivales importantes. Sus más recientes producciones incluyen Still the Water (2014), Hanezu (2011) y The mourning forest (2007), esta última ganadora del Gran Premio del Jurado.
En Una pastelería en Tokio se aprecia una vez más el ritmo lento y pausado que caracteriza a esta directora, que trabaja con bajos presupuestos y artistas no profesionales, y cuya sensibilidad parece actuar como termómetro: midiendo la capacidad de percepción y estoicismo del espectador.
Con un minimalismo que se expone tanto a través de la imagen como del diálogo, Kawase va desarrollando con habilidad los tres personajes centrales que conforman esta sencilla pero profunda historia.
Sentaro –Masatoshi Nag–se, quien años atrás vimos actuando en Mystery Train de Jim Jarmusch, un hombre de unos 40 años, maneja una pequeña tienda donde vende dorayakis, una especie de panqueques rellenos de una pasta dulce hecha a base de fríjoles rojos denominada ‘an’, título original de la película y nombre de la novela de Durian Sukegawa en la cual se inspira la cinta.
A pesar de que Sentaro es un abnegado trabajador, su producto no parece ofrecer nada fuera de lo común, y la sensación es, por el contrario, que le falta algún ingrediente para hacerlo más apetecible.
Los pocos clientes regulares incluyen un grupo de niñas de colegio que se burlan de su carácter serio y esquivo y tratan infructuosamente de hacerlo sonreír. Una de ellas, Wakana –Kyara Uchida– merodea en el establecimiento más tiempo que sus compañeras, casi hasta la hora de cerrar, y nos vamos enterando del poco deseo que tiene de regresar a su problemático hogar.
Una mujer mayor de más de setenta años, Tokue –Kirin Kiki– aparece buscando trabajo y Sentaro la rechaza delicadamente. Pero la mujer insiste, hasta que un día aparece con la pasta roja hecha por ella misma en su casa. Cuando Sentaro la prueba, experimenta el placentero sabor que su producto requería; enseguida advierte la oportunidad de inyectarle el ingrediente a su negocio.
Tokue es contratada de inmediato, y la satisfecha clientela comienza a aumentar considerablemente. Pero la historia no transcurre de manera tan predecible como parece, y otros acontecimientos del pasado se descubren, como la sospecha de una enfermedad que aqueja a Tokue y sobre la cual la sociedad ha creado un estigma de condena. Un halo de tristeza se apodera del ambiente afectando tanto su vida personal como el negocio.
Con su talento artístico Kawase nos compenetra con las tragedias de sus protagonistas, haciéndonos sentir no solo su dolor, sino el cambio de sabor en esos manjares que preparan. Lo dulce y lo amargo se combinan asistidos por una elegante y refinada cámara experta en retratar lo más íntimo y subjetivo de sus caracteres.