Hoy me siento impedido a escribir algo sobre “Gabo”. Confieso que no conozco su obra. Nada he leído aún de Gabriel García Márquez. Como no sean unas pocas briznas de aquí, de allá. Apenas al azar de una maquinal ojear intranscendente, apresurado. Mis quince o diez y siete horas de brega diaria entre conjugaciones regulares e irregulares por una parte, y preparación de conciertos por otra – sin contar el tiempo que me devoran la práctica de la “becología” y el vicio de la “becomanía”-, poca tregua me deja para la lectura. En realidad vivo de viejas reservas acumuladas en años ya muy lejanos. Además, aunque parezca mentira para quienes me saben o suponen creyente en el mañana, en cuanto a lecturas soy más bien aficionado a algunas cosas de ayer y hasta anteayer. En francés no he pasado de Proust. En inglés no he sabido ir más allá de Joyce. En alemán me he quedado – y me quedo- con Rike. En castellano – no lo puedo remediar – sigo aferrado a Unamuno. ¿Y los demás? ¿Los más recientes? ¿Los jóvenes? Ahí están amontonados por centenares- al igual que los centenares de cartas sin contestar y a veces sin abrir- en los estantes esparcidos por varios cuartos y cuartuchos de mi pseudo – mansión. Algún día los leeré. Si Dios me da vida.

Por todas partes me acosa el nombre de Gabo. Lo oigo de miles labios. En la calle. Por la radio. En mi casa. Familiares, amigos, alumnos, conocidos, desconocidos: todos lo nombran. Lo hacen también periódicos y revistas. De aquí de afuera. En castellano y en otros idiomas. ¿Por qué será? ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué han traducidos sus obras a tantas lenguas? Decididamente habrá que leerlo. Y hasta tratar de verle, oírle. Pero ¿Cómo? Hay una especie de barrera que se impone entre él y el común de los mortales.

Habla Bogotá. Hasta en México. Seguramente hablará pronto de Barcelona. En Barranquilla, que le pertenece, no hay manera de verle ni de oírle. Como no sea por casualidad, o por medio de terceras personas más afortunada o más vivas. De modo parecido al caso de Obregón – y de otros valores menores como el ya famoso Aduanero Rosseau Costeño – no hay manera de acercase a Gabo. Ni de localizarte siquiera. “Que está en el hotel Tal”: Va uno allá, y no está. Nunca estuvo,” Que se hospeda en casa de Fulano”: invisible. “Que pasa una temporada en casa de don Mengano”: inaccesible. “Que se trasladó a la casa de su compadre Don Zutano”: inaveriguable. Confusión desesperante. Cortina de humo. Despite general. “Usted debe comprender: he venido a descansar. No quiere hablar. No le gusta. Y hay quienes le protegen contra la malsana curiosidad de tanta gente novelera”. ¿Entonces? ¿Monopolio? ¿Secuestro? “pues bien: ¿Y qué? El que puede, puede. El que sabe, sabe”.