Como tantos otros aprendices de poetas, y todos lo somos, Mariano escribió un puñado de versos de regular calidad, y se los dio a leer a su amigo Antonio. Por fortuna, no se los entregó a aquel crítico estupendo que, después de leer seis veces el poema, exclamó: “!No entiendo!” Los poetas, por lo demás, se pasan la vida garabateando quizá una sola obra, y si acaso consiguen aunque sea un verso que valga la pena, ya pueden darse por bien servidos. ¿Qué es un buen verso? Algo que suena y resuena, con sonido y sentido, en los rincones del alma. Sílabas sabias para no olvidar.

Para reconocerlo entonces hay que tener buen oído, hay que poseer las dotes ancestrales del mago de la tribu para convertir un lamento despechado en himno de la alegría, o del Carnaval. Antonio ejecutó esas magias mayores con uno de los poemas de Mariano.

La historia se cuenta por allá en los cincuenta, cuando Guadalupe Salcedo, jefe de las guerrillas liberales de los llanos, se dejó enredar en las comunes trampas tejidas por los políticos de la élite liberal conservadora. Guadalupe entregó las armas cuando hasta podía ganar. Pero mientras el país se perdía en la guerra, sus creadores salvaban la paz, como es su costumbre. Y si Mariano no entrega su poema lo ha podido perder también en un olvido sin tregua. Aquellos versos necesitaban la vuelta al mundo en ochenta ritmos.

Eran los años dorados de la Sonora Matancera y Casino La Playa, cuando El Tropicana era the most fabolous night club in the world, cuando Nelson Pinedo se fue para La Habana y allá cantó, con la Sonora Matancera, el poema de Mariano trasmutado por Antonio. Porque después de escribir un poema memorable, lo más bello que uno puede hacer es cantarlo. Antonio amaba el jazz, y hace sesenta años hacía eso que ahora llaman “fusión”, como si fuera una novedad, pero no hay nada nuevo bajo el sol, tan solo oportunistas nuevos. Antonio amaba las carreras de caballos, el goce erótico de apostar, y de seguro allí, en el hipódromo de aquella Bogotá soñolienta de los cincuenta, conoció al español Mariano San Ildefonso, quien le entregó una letra de cambio pagadera en la eternidad. ¿La olvidaste?

Antonio María Peñaloza tenía un agudo sentido poético, pues entre el puñado de versos solo uno le pareció bueno. Estaba escrito en irregulares octosílabos, los más memoriosos de la lengua castellana, incluso el célebre: “En un lugar de La Mancha…” es un verso de ocho sílabas. El poema se titulaba Te olvidé. La genialidad indiscutible de Peñaloza está en que toma esa letra que sangra por la herida, esa letra que bordea el melodrama, que se arroja al vértigo de una cursilería irredenta, la tomas, bendito seas, Antonio María Peñaloza, agarras por el cuello esos versos, los pules, los acompasas de jazz y garabato, y los vuelves una obra maestra de poesía. De esas que resuenan, con sonido y sentido, en los rincones del alma: “Yo te amé con gran delirio...” Han pasado tantas vidas, tantos amores, pero queda Te olvidé.

Maestro Peñaloza, nadie te habrá de olvidar. En la vida, frente al mar o la nada, no queda quien tiene ganas, queda quien sabe cantar con pasión desenfrenada.

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