La imagen del ‘presi’ de los EE UU llorando produce muchos efectos. La primera impresión es que le pasó algo grave a un cercano y querido familiar, luego leemos el pie de página y vemos que se seca las lágrimas por las masacres ya habituales en su país y entramos en detalle para enterarnos que está recordando una en especial que sucedió hace varios años. En general, la gente se enternece ante ese gesto segura de los nobles sentimientos del mandatario que se conmueve hasta las lágrimas por un suceso de esa envergadura.
Los hombres y mujeres del mundo lloran por las más diversas circunstancias. Dolor físico, sufrimiento del alma, tristeza, melancolía, aburrimiento, sueño, ternura, amor, rabia, pasión, en fin, casi todo puede dar lugar a la aparición de lágrimas. De hecho, existen situaciones harto conocidas en las cuales las lágrimas son fingidas, en el teatro, en el cine, en las novelas rosas, en las mujeres en busca de algo, son el pan de cada día.
En mi infancia, al lado de mi abuelo, hombre austero, rígido, estricto y aparentemente inconmovible, me tocó tragarme las lágrimas en muchas ocasiones y aprender que no ganaba nada con llorar cuando me picaba una avispa, me pateaba un ternero, resbalaba sobre el duro terrón y me raspaba las rodillas, o simplemente no me gustaba la comida. Aprendí que las adversidades de la vida no se solucionaban con lloriqueos; que si tenía miedo a la oscuridad, a los muertos o a La Mojana debía agarrarme la entrepierna para recordar lo que aprisionaba y por qué lo tengo y echar pa’lante. El fondo de la cosa se resumía en que los hombres no lloraban y que si lo hacían eran blandengues y ‘suavesones’. Duré un largo tiempo convencido de esa, mi realidad, hasta el día que vi a mi abuelo, él solito, cuando creía que nadie lo miraba, derramar lagrimones por la muerte de uno de sus hijos.
Ese día entendí que los hombres grandes sí lloran. Lo hacen ante sucesos dolorosos cercanos, en circunstancias en las que no hay alternativas, ante hechos que se salen de las manos y que no pueden deshacerse, en los que la impotencia y el dolor se mezclan y dan lugar a un llanto quedo, sin gritos ni aspavientos, sin buscar la condolencia, ni tratar de mover a otros corazones buscando convencerlos de lo que no es necesario. Otra cosa es la sensiblería, el sentimentalismo que todos llevamos por dentro y que nos aflora a unos más que a otros, y que a veces no podemos contener porque, cuán difícil es contener la lágrima o el suspiro sollozante ante una escena triste de una película o por la muerte de un pajarito.
Me puse trascendental con recuerdos que me llenan el alma, pero vuelvo al principio. Obama lagrimea en su alocución, y lo hace a propósito, sabedor de que esa imagen le dará la vuelta al mundo y estará a la espera del respaldo general a su propuesta de restricción al acceso de armas en USA. Pero, ¿sí serán reales esas lágrimas? ¿Porqué no había llorado antes en público? ¿Lo conmueven solamente las muertes de niños que él no conoce, y no las de miles de otros muertos que, de una u otra forma, tienen que ver con el poder de la primera potencia?
¿Será qué tiene que llorar al aire y en vivo, impotente ante el poder de la industria de armas que se ríe cuando él ruega porque haya un poco de control en el suministro de armas? Al que creemos todopoderoso se le salen las lágrimas de rabia ante la impasible posición de otros realmente con más poder. Me asaltan tantas dudas ante esa imagen llorosa, que tengo que limpiar mi tablet por unas lágrimas de cocodrilo que le cayeron y acabo de darme cuenta de que son mías, porque yo también lloro.
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