Desde hace una década, quizá más, vengo coleccionando, en esta columna, unos divertidos especímenes que pertenecen, por derecho propio, a la cultura de la impostura. No se necesita ser un Kant de las definiciones para encontrar que, del latín ‘impostór-oris’, un impostor es alguien que finge o engaña con apariencia de verdad, que suplanta, que se hace pasar por quien no es. No sé tú, pero yo quisiera repetir que Barranquilla se ha llenado de tal especie espuria. Florecen como la verdolaga y son tan molestosos como el cadillo.

Así, en primerísimo plano, un close up, por favor: ¡luces!, ¡cámara!, ¡acción! Otra vez con ustedes el catador criollo. En el restaurante de moda, molto chic, luce realmente encantador, y auténtico a más no poder, cuando con una meliflua voz nasal solicita al mesero la botella de vino más costosa que venga rodando en el desvencijado carrito que traiciona las pretensiones galas del local. Es un tipo con clase, carajo, qué te digo, un puñetero viñatero de la región provenzal francesa. La amnesia es su gimnasia. Olvidó, no se sabe cómo, pues se trata de un arcano digno de un simposio de neurología y sinapsis insólitas, que lo amamantaron con ron blanco. Cámara en picada, que se vaya abriendo el plano, que ahora viene lo mejor.

El mesero le ofrece la botella con gran ceremonia, como si estuviera frente al príncipe de Mónaco, y no ante un recién ascendido ‘yuppie’ quillero que hasta ayer jugaba bola e’ trapo en alguna calle nostálgica del barrio El Recreo, pero eso también lo olvidó bajo los dictados del virus programático del trepador sin escrúpulos ni memoria. Súper nice. Entonces, con un suspenso digno de Hichcock, tomará la botella entre sus manos, cual si cargara a la Venus de Milo, extraerá de su bolsillo, debajo del caballito, unas gafitas como especialmente diseñadas para la ocasión y, mutado de repente en todo un Fernando Rey en la inolvidable French connection, procederá a leer la etiqueta.

Y ahora un primerísimo plano, lo que viene es lo mejor. Le hablará a su interlocutor sobre el libro de moda y repetirá los sacrosantos lugares comunes sobre autores que acaso ni ha leído, pero, aja, es el discurso fashion entre quienes no tienen otros recursos bibliográficos de mayor valía. Dirá que Gabo es “mágico” y Cepeda “un bacán”, originalísimo, novedoso e inédito, y en ese momento tú piensas que estás justamente frente a un antibacán que ha ganado el mundo a costa de su alma, léase un par de contraticos, un carguito público por los cuales deberá fungir de alfombra para que los caciques locales lo pisoteen como se merece, un personaje de nuestra cultura de la impostura y de nuestras memorias del atraso, un sapo vacío y sonoro como calabazo seco con semillas.

Cuando toma el corcho entre su dedo índice y pulgar, lo lleva a su oído y luego a su nariz, no puedo evitar una sonora carcajada. Ni Chaplin, ni Cantinflas, lo hubieran hecho mejor. La puesta en escena se consuma cuando el catador criollo me mira con odio, no entiendo por qué si a mí él me parece la mar de divertido, pero no Caribe, por supuesto, sino de seguro Méditerranée. Vea usté.

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