Mientras llueve, y sobre los cristales las gotas acarician la tarde como con un dejo erótico de todos los tiempos, el tiempo, recreo la noche en la que mi imaginario amigo Heinrich le colocó a su mujer los collares que, según él, habían pertenecido a Helena de Troya.
Heinrich Schliemann (1822-1890) era un poético loco alemán con quien debe darse inicio a todo panegírico sobre Grecia. Como leí hace muchos años, en un mundo lejano, que era en verdad un ameno libro de Indro Montanelli sobre el tema.
Schliemann conoció los poemas homéricos en su infancia, y jamás pudo olvidarlos. De tal forma que, décadas más tarde, cuando ya se había vuelto un respetable adulto millonario, una noche mítica para la arqueología, frente al fuego de la chimenea, le comunicó a su aristocrática esposa rusa, mientras le mostraba un mapa antiquísimo, que él se marchaba para Troya. Así, sin más.
La sensata mujer pidió el divorcio al día siguiente, por supuesto. Heinrich colocó un anuncio en el periódico solicitando otra esposa, con la única condición de que fuese griega, como las galletas de mi niñez llena de brisa, cuando conocí sobre el rapto de Helena en un volumen de El Tesoro de la Juventud, poblado por ilustraciones fantásticas, y miré a Helenita Gaviria con ganas de raptármela, aunque ella no lo supo nunca, como debe ser.
Y de un hombre así, como Heinrich Schliemann, que llamó a sus hijos Agamenón y Andrómaca, no podía esperarse sino que descubriera Troya, en Turquía, en un monte llamado Hisarlik, siguiendo los pasos de Frank Calvert. Homero, de quien aún no se sabe si fue un solo poeta o sucesivas generaciones de rapsodas, quizá las dos cosas, se lo agradeció desde el siglo XIII antes de Cristo. A los arqueólogos, en cambio, les revolvió la envidia que un aficionado le colocara a su mujer los collares de Helena de Troya. Y mientras cae la lluvia, y lo imagino, se me da por incurrir en esta invocación homérica:
Canten los dioses los versos de tu Musa, Padre Homero que estás en el Olimpo. Que los poetas de los siglos y las generaciones canten tu nombre en el atardecer sangrante. Homero, voz de los griegos, verso exquisito del rapsoda. Tu nombre, sagrada reverencia, íntima devoción de mis cuitas. ¿Sabes? Yo también soy un guerrero baldado. Y te invoco y te evoco y te convoco. Padre Homero, emerge del mar de sombras, de lo más profundo del alma humana.
Que aparezcan ya tus héroes asombrados. Que venga, entre ríos de sangre, el pélida Agamenón. Que vengan tus afamados epítetos. Aquiles, “el de los pies ligeros”. Que venga la aurora, “de rosáceos dedos”. Poeta de los poetas, tú estás en mi cielo. Que venga, desde Ítaca, Ulises, “hijo de Laertes”, y se encuentre a sí mismo en el amor con que lo mira Penélope tras veinte años de ausencia. Que yo comprenda lo que Ítaca significa, Padre Homero. Que ningún verso alcance para describir la belleza de Helena de Troya. Que los versos me den el casco, el escudo y la lanza, y hasta las sandalias aladas de Mercurio, mensajero de los dioses. Porque, como hace más de tres mil años, con la perfecta magia del hexámetro, con tus epítetos, con tu escuela, con tu arte milenario, vamos a tomarnos para siempre la inquebrantable Troya del amor y la poesía. Del amor, que es poesía, esa flor solitaria que navega y navega, y siempre seguirá navegando, por los ríos de sangre de la Historia, Padre Homero que estás en los cielos.
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