¿Por qué se mata la gente?, me pregunto al leer la noticia de la muerte del actor Robin Williams.
Exitoso, con buena salud, admirado, solicitado para trabajos como los que le habían dado el éxito y, sin embargo, decidió morir.
Ese día no tenía delante de sí al público que reía y aplaudía; había aprendido que la risa es el aplauso para los actores cómicos.
En su apartamento solo estaba él, tal vez frente a los trofeos que desde sus marcos o sus pedestales le recordaban jornadas brillantes y felices; con los trofeos lucían las fotos con incontables personas que le hacían sentir, como una caricia, el gozo de la fama y la delicia de los afectos de que estaba rodeada su vida. Sin embargo, en aquel momento todo debió verlo insuficiente y vacío; nada de eso fue para él un motivo para vivir.
Un informe de Forensis, la publicación del Instituto de Medicina Legal sobre el suicidio en Colombia, examina el drama de los 1.810 suicidios registrados en 2013, y encuentra que hubo 91, cuatro de cada diez, que optaron por el suicidio por problemas amorosos. Para estos la vida sin amor había perdido todo su sentido.
La Organización Mundial de la Salud al mirar la realidad del suicidio en el mundo no le encontró al amor tanta importancia como apoyo para vivir; en cambio llamó la atención sobre los suicidios por falta de empleo, por mala situación económica o por problemas de salud. Cada uno de esos factores se convirtió en un motivo para vivir.
Las investigaciones sobre suicidios en Japón dieron con otra causa para el suicidio de 30.000 jóvenes al año: sintieron que habían fracasado en la vida. Mal preparados para aceptar y utilizar el fracaso, prefirieron la muerte a una derrota.
Sin embargo, en este mundo de los suicidas apenas sí se le da importancia a la foto que muestra a unos soldados extasiados ante el espectáculo del mar. Un programa del comando aéreo de combate # 5 de Rionegro, apoyado por la Fuerza Aérea, llevó a esos soldados a conocer el mar. Eran víctimas de las minas antipersonales, algunos habían perdido una pierna y otros las dos, todos, al verse mutilados se habían preguntado si valía la pena vivir.
La escena fue impactante: al ver el mar olvidaron su dolorosa limitación física y como descubriendo fuertes motivos para vivir decían: “Cuando estaba con mis piernas no me pasaron tantas cosas buenas: tengo esposa, tengo un hijo y estar aquí, en San Andrés, conocer el mar y esta experiencia” fue la reacción del soldado John Harold Ortega; el soldado Óscar Martínez recordó aquellos primeros momentos después de la explosión de la mina en que quedó enceguecido por la arena: “Pensé que había quedado sin un pie, pero lo que más me dolió fue cuando los ojos se me llenaron de tierra y pensé en mi vista. Me limpié los ojos y me di cuenta de que veía y me puse contento. Hoy, ante el mar, es un día feliz”.
A su lado estaba el soldado Owin Díaz: “Ahora veo este mar y me doy cuenta de que hay que seguir, que debo estudiar”, fueron los testimonios que recogió María Victoria Correa, de El Colombiano.
Es la gran razón para vivir: tener un motivo, que cuando se descubre se vuelve apoyo y estímulo. Cuando falta, convierte la vida en un peso insoportable; no se vive por vivir, se necesita un motivo.