Qué momentos tan hermosos nos ha dado en estos días la Selección Colombia con sus triunfos en Brasil. Esos deseos reprimidos de triunfo y gloria están siendo alcanzados por esos hombres que a todos nos han dado una inmensa lección de humildad, trabajo, sacrificio y entrega.

Sin embargo –a unos kilómetros de distancia–, en la misma tierra que los vio nacer no hay consenso de si esta gesta pase a la historia por la dicha o por la tristeza que significa el no saber celebrar la victoria. Heridos, muertos, riñas, asaltos. Todo lo contrario a lo que debería considerarse una celebración.

No es la primera vez que nos enfrentamos a noticias que dan cuenta de desmanes cuando hablamos de festejar. Tampoco es algo justificable buscar exclusivamente la responsabilidad en el Gobierno, pero en pleno siglo 21 la respuesta al problema está casi en gran parte en el sistema educativo y la responsabilidad que de este le cabe al Estado.

La respuesta inmediata que se da cuando el fervor popular actúa con violencia es la represión. Este tipo de acciones sirven para evitar mayores tragedias, pero parecen ser la única forma que se tiene frente al desborde de alegría. En muchos años que llevamos ilusionándonos con Juan Pablo Montoya, Lucho Herrera, el Pibe Valderrama, el Happy Lora y tantas otras glorias del deporte nacional, siempre esperamos que los tragos hagan lo suyo y que el caos reine por momentos.

¿Será mucho pedir que desde la escuela le pongamos atención a este problema y los niños tengan claro que celebrar es disfrutar y no agredir? Veo con tristeza que muchos alcaldes se ven abocados a decretar la ley seca, toque de queda y restricciones a motociclistas solo porque no sabemos comportarnos. Y lo más triste de todo es que seguimos metidos en reprimir y no educar. Pasará el Mundial y luego el tema se olvidará hasta una nueva victoria que nos devuelva a la realidad de tantos deseos reprimidos que tenemos por protestar.

Tanta inequidad y tanta desesperanza nos ha llevado a confundir los espacios de celebración con aquellos de protesta. Y desde la institucionalidad se mira con los mismos ojos el problema que es responder al terrorismo que educar y controlar los desmanes de una sociedad inconforme.
La culpa le cabe tanto al colombiano que no sabe celebrar, como a aquel que teniendo el deber de brindar educación y oportunidades no lo hace y permite que la desesperanza lleve a confundir las expresiones de alegría con manifestaciones de odio. La represión siempre responde por el momento, pero no es la solución.

Por si acaso: cada niño abandonado es otro acto de terrorismo. No comprendo cómo aparecen en bolsas de basura o tirados en la calle aquellos que se supone son la alegría y futuro de una nación. En Bogotá van dos casos en menos de 24 horas, y eso es tan violento como lo es el secuestro o la mutilación. Abandonamos a nuestros niños por no saber que ellos son vida y porvenir.

@Tatacabello