Por supuesto que no estoy implicando con este título que para mí la bondad sea un defecto, sino que lo es para el mundo contemporáneo, que todo lo confunde, que al bien llama mal y al mal llama bien, como decía Jonathan Swift sobre los abogados, hace ya casi trescientos años. Al pie de la letra: “Hay entre nosotros una asociación de hombres educados desde su juventud en el arte de probar, con palabras multiplicadas para tal efecto, que lo negro es blanco y lo blanco negro, cobrando además por esa actividad (Los viajes de Gulliver, 1726).

Hay pensadores que fundamentan sus teorías políticas sobre la creencia de que el ser humano es malo por naturaleza, y por lo tanto debe ser tratado con mano dura, que es preciso asustarlo con la amenaza permanente de un monstruo marino que nació de los complejos de culpa judíos que plagan el Antiguo Testamento, de un príncipe renacentista depravado y déspota, de un Estado-Leviatán, tal y como suponen Hobbes y Maquiavelo, para no hablar de los seguidores de Uribe, aunque estos últimos ignoren seguramente que tal filosofía tiene como unos 500 años de atraso y apesta a la chamusquina de la Santa Inquisición.

Hay también pensadores que fundamentan su Contrato social, y con ellos asistimos a la fundación de la modernidad política, en la creencia de que “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe” (Jean-Jacques Rousseau, por supuesto, 1762). Y por ello propone, en el Emilio, que el ser humano sea educado en permanente y directo contacto con la naturaleza, lejos de las represiones del mundo, las cuales lo único que generan es más y más perversiones, reflexión que Sigmund Freud llevará hasta sus últimas consecuencias en un ensayo que nutrió toda la psicología social del siglo XX, titulado, con lúcida justicia, “El malestar en la cultura” (1930).

Pero el ser humano, sabemos, ni es bueno ni es malo por naturaleza. Somos lo que elegimos ser, y esas elecciones tienen que ser renovadas cada día porque el sol de hoy no seca la ropa de ayer. La bondad, en tal sentido, es un conjunto de acciones, u omisiones, específicas que llevo a cabo cada instante de cada día. Elijo ‘volarme’ el semáforo, o darle 20 mil pesos al policía que me iba a poner un comparendo, por ejemplo, ay, todos, somos, o hemos sido, corruptos, no una sino muchas veces, todos mentimos, todos engañamos. Lo único que nos define es ser un “proyecto humano”, como ya dijo Jean Paul Sartre en otro folleto fundacional, “El existencialismo es un humanismo” (1946).

Y el proyecto humano de la mayoría en la actualidad, y primerísimo lugar de quienes están en el sector público y en los gremios, es obtener el mayor beneficio individual aunque sea a costillas de perjudicar a toda la comunidad. Según esta moral, la bondad es un gravísimo defecto, o intenta explicarles a algunos ejecutivos jóvenes de nuestras empresas de telefonía celular por qué moralmente es incorrecto que nos roben los minutos a todos.

“Muéstrame tu fe sin obras que yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2: 18). Eso es. Y he visto más obras de bondad en los que nuestra sociedad llama ‘malos’ que en quienes llama ‘buenos’, muchas más. Los que parecen, no son; los que son, no parecen. Lo importante es el ser, que se expresa naturalmente en obras bondadosas. Ay, la bondad, ese defecto.

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