Hay tantos personajes a los que llamamos “locos”. Por ejemplo, a los miembros del (mal) llamado Grupo de Barranquilla, en particular a Cepeda y Obregón, pero si su “locura” consistía en cultivar cualquier tipo de excesos, caramba, pues eso es lo que hace casi todo el mundo hoy en día, y también lo que recomiendan los mandatos de la sociedad de consumo desde infinitos frentes tecnológicos y mediáticos.
Y esa supuesta locura es en la actualidad la actitud más convencional que uno puede asumir frente a eso que llamamos “vida”. Pero seguimos elogiando tan generalizada demencia como vicarios cómplices del statu quo, que lo somos, como ellos también lo fueron, en especial Cepeda, vendido por completo al gran capital y a las formas más convencionales del ser barranquillero, es decir, las del macho desconsiderado y brutal. Y aclaro de una vez, a quienes confunden la gimnasia con la magnesia, que no estoy refiriéndome a sus obras, ni siquiera a ellos como personas, sino a la manera como se los proyecta y vende, no hay palabra más adecuada que ésta, pues de lo que se trata es de hacer negocio, no cultura. La cultura de vender “locura” convencional, qué vaina chimba.
En cambio, según una de nuestras más sagradas tradiciones, al lado de la usura, el contrabando y el arte de hablar mierda, demeritamos a otros “locos” que sí han contribuido, con su alternativo “proyecto humano” de vida –expresión que viene de un texto fundamental del filósofo francés Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo– a modificar algo que resulta mucho más valioso para una sociedad que exaltar la borrachera o el burdel, como es el cambio en la historia de las mentalidades. Eso sólo se lleva a cabo a través de una santa alianza entre la educación y la cultura.
Y uno asocia estas dos palabras, en la fallida historia de esta ciudad farisea –no sé de dónde han sacado que aquí la gente no es hipócrita, si esa justamente es otra de nuestras tradiciones culturales: una proverbial hipocresía que mal disimula una visceral mala leche–. y emerge, en el cieno de la memoria de tanto personaje impostado y tan despreciable servilismo colectivo a la locura convencional, la imagen venerable del profesor Alberto Assa, o de Luís Eduardo Nieto Arteta o de Julio Enrique Blanco, ay, y que ahora no me digan que me faltan no sé cuántos. Claro que sí, pero no hay cama pa’ tanta gente.
Al profesor Assa, entre quienes lo llamaron “el viejo loco ese”, se cuentan precisamente Cepeda y Obregón, para no hablar de la también mal llamada elite local, a sus espaldas, claro, como sugiere la cobarde ética de los caníbales dizque civilizados.
Nieto Arteta se suicidó entre otras cosas porque no tenía con quién hablar de filosofía, como sabe mejor que yo mi gran amigo Eduardo Bermúdez, quien iba a visitar a Julio Enrique Blanco con otro compañero de mis más acendrados afectos: Julio Núñez Madachi. Porque mi generación ya no comió de ese cuentazo del Grupo de Barranquilla. Y nos dedicamos a buscar apasionadamente otros locos despreciados por nuestra tradición del demerito.
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