La semana pasada, cuando la ONU celebraba el Día Internacional de la Felicidad, fui invitado a un almuerzo para analizar los resultados electorales. Compartiendo mesa –cual mosco en leche- con senadores del Centro Democrático, militares retirados y profesores de universidades conservadores escuché frases rimbombantes del tipo “Este es un momento histórico para nuestra democracia”, “Nosotros, la gente pensante de este país” (como si quienes piensan diferente, simplemente no pensaran) y “Tenemos el deber moral de tomar las riendas de Colombia” (como si no lo hubieran hecho desde siempre).

Al escucharlos, no sé por qué –¡lo juro!– recordé aquella frase de Nube Roja –aquel célebre jefe Sioux-: “Nos hicieron muchas promesas, más de las que puedo recordar. Pero jamás cumplieron ninguna de ellas, excepto una: nos prometieron que nos quitarían nuestras tierras… y nos las quitaron”.

Ese mismo día, el Príncipe de Asturias 2010 dijo a El Tiempo: “La élite política ya no habla el mismo lenguaje que la gente, prestando poca atención a sus problemas reales. Eso está generando un divorcio entre política y poder. Política es elegir qué cosas hacer; poder, es tener la capacidad de hacerlas”. Lo dije aquí hace ocho días: Santos gobierna pero no lidera. Tiene programas, proyectos, procesos de paz, pero carece de liderazgo para llevarlos a cabo.

Por eso Peñalosa se alza ahora como la gran promesa. Aquí se vota en contra, no a favor. Hemos inventado un sistema de gobierno llamado antidemocracia: hace 14 años, este mismo hombre que cambió el rumbo de Bogotá fue elegido alcalde para evitar que lo fuera Moreno de Caro. Si gana con tal de que no siga Santos, repetirá historia. Es nuestro juego perpetuo: como esos niños educados para ocultar sus emociones en público que se expresan políticamente correcto y luego se “vengan” ante lo impuesto enlodándose en corrupción o maldad, Colombia prefiere actuar a escondidas, recurriendo a sus espaldas para evitar que otros se enteren de lo que en realidad piensa.

Rematé jornada viendo esa noche la oscarizada –¡y qué gran película!– La gran belleza. Desde la primera escena la cinta se incrusta en los sentidos con la imagen de una fauna de ancianos encocainados, vampirizando la noche al ritmo de “Mueve la colita”, con trencitos que no van a ninguna parte alrededor de una actriz en decadencia y de una editora enana; llenando luego sus labios intelectualoides con frases tan sonoras como vacías: “El mejor jazz actual es el etíope”, “No necesito leer, vivo en vibraciones, sobre todo extrasensoriales”, “Los mejores habitantes de Roma son los turistas”, “Esta noche haré dos cosas: una sopa y echar un polvo” o –¡bingo!– “Si no tomo en serio a Proust, ¿a quién tomo?”.

Así es Colombia: cínica, esnobista e hipócrita. De tanto cansar sus sentidos, se miente a sí misma con frases ampulosas repetidas por la “gente pensante”. Le cae al dedo esta otra línea de la cinta: “La nostalgia es la única distracción posible para quien no cree en el futuro”. Colombia es, en realidad, la gran belleza. ¡Qué bonito país!

@sanchezbaute