Si aprendiéramos del horror que desencadenó en uno de los conflictos armados de mayor prolongación alrededor del mundo no habría tantos discursos de odio ventilándose en cada esquina del país, y no tendríamos que vivir nuevamente un atentado contra alguno de los miembros de la izquierda democrática de Colombia. Una guerrilla cuya estructura ha sido prácticamente imposible de resquebrajar por el Gobierno nacional, y un grupo paramilitar que llenó de miedo un sinnúmero de municipios no surgieron de la nada, obedecen al odio y a la intolerancia política que ha gobernado a nuestro país desde su constitución.

En 1996, Aída Avella fue víctima de un atentado que parece sacado de una película de terror, perseguida en una de las principales vías de la capital del país por un carro que le disparaba a través de un rocket. El atentado de Aída, ahora candidata presidencial, hacía parte de una política criminal, el baile rojo, que logró su terrible cometido, exterminando uno por uno a miembros y simpatizantes de un partido político. Asesinatos que atentaron contra los principios básicos de la dignidad humana de manera sistemática, dejando sin vida a muchos colombianos solo por su forma de pensar, su discurso político o su filiación a una colectividad o su relación familiar con alguno de los miembros.

Aída tuvo que vivir 17 años fuera de su país, por el dolor de ver cómo asesinaban todos los días a cada uno de sus copartidarios, de tener que vivir la zozobra que generaban las amenazas, las cuales nunca fueron un juego para los criminales, pues amenaza anunciada terminaba siendo un hecho vaticinado en un futuro cercano. Es triste saber que no hemos aprendido del horror de nuestra historia, que lejos de ser el cuento de hadas que nos relatan nuestros padres cuando niños, son historias de exterminio y de dolor.

Años después del genocidio político de la UP se evidencia con el reciente atentado contra Aída, la colombiana doblemente amedrentada por la violencia de los radicales, que pueden cambiar los actores armados pero sus malas andanzas parecen perpetuarse tras generaciones. El primer paso para el exterminio político por parte de los armados es la permisividad de los civiles, de los que se hacen de la vista gorda o peor aún, predican un discurso de odio en contra de la izquierda democrática colombiana.

El primer paso para un proceso de paz, además de garantizar medidas de seguridad efectivas para que participen en política, es la aceptación de la sociedad, no la simpatía pero sí el respeto por las ideas de quienes no comparten los postulados de la mayoría.

Es muy común que a los jóvenes nos digan que deberíamos preguntarles a nuestros papás cómo era el país hace 20 años, pues no estaría mal si dejamos de creer que es un cuentecito de viejos, y tomamos en serio lo que ha sido nuestra accidentada historia nacional. La democracia es de papel si las ideas de las minorías se callan con balas y no en los escenarios de debate político.

¿Queremos volver al país invivible de hace algunos años o estamos dispuestos a respetar la vida de los demás?

Que esta columna sea tomada como una muestra de reproche absoluto al atentado de Aída Avella, colombiana con derechos como todos nosotros.
@tatidangond