Balzac se entregaba al ejercicio de las letras cual si éste fuera un sacerdocio. Flaubert se pasaba una noche entera pensando en un adjetivo. Proust se encerró en una habitación, forrada con láminas de corcho, durante diecisiete años de escritura incesante. Hemimgway le daba un valor milimétrico a cada una de las palabras de sus medidas frases cortas.
Fitzgerald perfeccionó su Gatsby hasta el delirio estético. William Faulkner re-escribió al menos siete veces El sonido y la furia. El arte de todos ellos es búsqueda de perfección.
Camus sembró de altos valores humanos el marchito jardín del existencialismo. Ítalo Calvino talló su estilo de fabulador literario con obsesión de virtuoso. Vargas Llosa, Gabo, Carlos Fuentes, Julio Cortázar o Augusto Monterroso limaron las aristas de su prosa narrativa hasta un nivel de paradigma clásico. Todos ellos escribieron para periódicos, por cierto. Desde el siglo XIX, cuando irrumpió la llamada “novela de folletín”, la profesión del escritor y el periodismo han ido tomados de la mano por el camino inagotable de la excelencia.
El oficio de escribir es exigente y riguroso en extremo. No se aprende de la noche a la mañana, y jamás se acaba de aprender. Tiene tanto de artesanía como de arte, y hay que desvelarse, y perderse, y encontrarse, en el laberinto de las palabras, para armar la frase más elemental, el párrafo en apariencia más fácil, el texto más digerible para el lector.
Requiere décadas de formación, de lecturas sistemáticas y apasionadas, de hilado y tejido de infinidad de estilos literarios, de parafraseo y parodia, de copia y asimilación, de entrega total, exclusiva, excluyente, a una actividad que, para colmo, no es reconocida aún como una profesión, muy a pesar de que todos los “monstruos” que mencionamos en el primer párrafo lograron lo que parecía imposible también en sus tiempos y lugares: vivir de la escritura, e incluso hacer dinero con ella. Pero en sociedades de escaso desarrollo cultural, como la nuestra, aún resulta extraña esa noción tan obvia: que el ejercicio de las letras, como cualquier otro oficio o profesión, merece un justo reconocimiento económico.
Además, porque presta un servicio del cual nadie más se hace cargo. Un servicio que consiste, entre otras cosas, en recordarle a los miembros de su sociedad quiénes son, de dónde vienen y para dónde van. Un servicio que tiene mucho que ver con una facultad hoy casi olvidada de la inteligencia, es decir, la memoria. Todo escritor es memoria de su sociedad.
Y, por ese sendero memorioso, en medio de la incomunicación autista en que nos sume la tecnología mal entendida, el escritor recupera, entre el lodo de la historia, el oro de nuestra humanidad aplazada. Más aún en un país como el nuestro, donde la palabra ha sido confiscada, durante doscientos años, por la virtual falsedad del discurso político.
El escritor presta el inefable servicio de volver a llamar las cosas por su nombre, de devolverle a las palabras su inocencia original, de tender puentes de comunicación humana en medio de los desastres de la guerra.
Es trascendental la existencia del escritor para cualquier sociedad, y más aún para la Colombia contemporánea, extraviada en los espejismos mediáticos que no consideran para nada la dignidad de su audiencia. Frente a ese oprobio, la profesión del escritor es ciertamente la de un guerrero de las letras que trae luz en medio de las tinieblas. Esa es su única arma.
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