Es evidente que la vida moderna trae sus premuras. Que el tiempo no alcanza para nada y que cada día nos llenamos más de quehaceres importantes o de las exigencias que las aglomeraciones y las multitudes nos imponen. El sentimiento de la solidaridad se pierde bastante y por supuesto, en nuestro medio principalmente, las normas del civismo y la cortesía desaparecieron.* Es impactante ver cómo las entidades públicas y privadas viven inventándose sistemas para que las personas, los usuarios, los clientes acepten aún a regañadientes el concepto del turno, de la fila, de la espera, de la cola, como decimos entre nosotros.*
La vida cotidiana trae para el colombiano la prisa, el afán, la velocidad. Pero la Costa Caribe se gana todos los premios y en especial el barranquillero pareciera que siempre estuviese con las angustias de ir al baño. Si nos ponemos a observar en las grandes y pequeñas tiendas, en los cines, en los cajeros o frente a ellos, en la movilidad peatonal y sobre todo en la vehicular, en la atención que genera la prestación de un servicio, en las filas de cualquier sitio a la hora que escojan, en la actividad que elijan o en la atención que necesiten, en todos estos sitios y situaciones el desespero y la intolerancia (ese término tan brillantemente explicado por nuestro excelente vecino de columna, el doctor Harold Martínez) todo ello se multiplica.
La impresión de un buen observador, cuando no se nos vuela la piedra, por el abuso de quien pretende de vivo superarnos el turno es la sensación de que la angustia es global. Es esa oleada de ansiedad que carcome el alma como si el alma, aquella de Platón, se nos fugara del fondo de las tripas hasta llevarnos al desespero. El barranquillero nacido aquí o el foráneo que aquí se crió o llega, no sabe esperar para nada y ante nada. Este verbo, el verbo esperar, ya no se conoce, no se utiliza. ¿Qué es eso ?, ¿acaso se come? Por supuesto el tejido social-individual se rompe con frecuencia y llega fácil la discusión, la confrontación, el reclamo, que es como la agonía de los imposibles, la acusación insultante. ¿Para qué entonces asombrarse de que brille el puñal o el revólver o el punzón porque el otro o la otra nos sacaron la lengua o nos hicieron una mueca?
El cómplice natural de todo esto es quien atiende, quien presta el servicio, quien lidia con el público. Las entidades deben educar a sus empleados y corregirlos cuando contesten o atiendan o permitan la interrupción de otra persona cuando están asesorando y no han culminado la atención de quien antes está al frente de ellos. Es la única manera de defendernos contra el intruso que interrumpe con la patanería típica por encima del hombro para entregar unos papeles o pedirle una explicación a quien nos está respondiendo hace quince minutos y este, porque así somos, desvía la atención hacia nosotros dedicando la suya al forastero maleducado, desesperado, intruso, atrevido y por supuesto blandiendo nuestra principal característica costeña: la mala educación.
Por supuesto no vamos a corregir este modo de ser ni estas malas costumbres. Muchas veces hay que tomar las cosas con humor, pero por supuesto hay un límite.* En lo que sí debemos ponernos de acuerdo en todos los niveles es en hacer un esfuerzo para entender que el verbo “esperar” sí existe. Pero ¡carajo! ¿Y qué hacemos entonces con los taxis, los buses, las motos, la carretilla, el carro de mula?, ¿qué hacemos doctor Walil?