Mambrú se fue a la guerra/ qué dolor qué dolor qué pena/ mambrú se fue a la guerra y no sé cuándo vendrá...

Tal vez algunos –o la mayoría– solo recuerden el comienzo de esta canción infantil; muchos la cantábamos mientras jugábamos a la rueda o en cualquier otro punto de nuestra infancia; de hecho, es inevitable cantarla en la mente con voz de crío. Sin embargo, cuando leemos o escuchamos la canción después de que han acabado las rondas y los juegos, nos damos cuenta de la terrible constatación de que él se ha ido a la guerra.

Mambrú, un soldado colombiano que por muchas razones –incluyendo la falta de dinero para pagar la libreta, las dificultades económicas– ha terminado en el frente de un conflicto en el que se levanta día a día a combatir. Un conflicto cuya mutación ha sido tal que mucha gente de mi generación ya no sabe, y ni le importa, por qué comenzó esta pelea.

Por allá, muy lejos de Mambrú, en una tierra donde huele a caña, se escuchan sones y el Che inunda las paredes, un grupo de personajes enguayabados (y no me refiero al estado post-etílico) llevan un poco más de un año tratando de
–mediante un acuerdo negociado– ponerle fin al desangre y a ese deshonroso prendedor que este país ha ostentado por muchos años: la guerra.

Lamentablemente, la paz en Colombia ha sido caballito de batalla política; actualmente, el tan anhelado proceso de paz se ha convertido en rehén de la política y, como el Titanic, se encuentra en ese momento de la película donde todos decimos: “Si hubiera…, no habría pasado esto”.

El proceso de paz, hasta ahora, ha logrado un acuerdo en el primer punto de la agenda: la tierra. La participación en política es el segundo dilema entre ambos bandos, que se han limitado a calificar los avances en términos modestos, en medio de múltiples declaraciones que, como buen teléfono roto, han dejado una única conclusión: aquí poco es lo que se sabe.

Pues bien, más allá de los rifirrafes por las declaraciones de las Farc y del Gobierno, y más allá también de la nueva polémica del grupo de congresistas que viajaron, viajan o viajarán –una cuestión que en realidad es poco trascendente–, el interrogante que debe importar realmente es que pasará con el proceso.

El ilustre hidalgo ha defendido a capa, lanza y espada el proceso en todos los escenarios habidos y por haber, hasta el punto de mencionar un posible referendo y lo que puede ocurrir con la decisión que tome el pueblo en la consulta: “Si no les gusta, pues dicen que no, y seguimos tan tranquilos, como venimos viviendo durante los últimos 50 años. Si al pueblo colombiano le gusta el paquete, pues entonces dirá que sí, y tendremos la paz”.

Más allá de las opiniones y el escepticismo que puedan suscitar a algunos el proceso y sus personajes, hay que pensar en lo pequeño, en aquella cosa insignificante para algunos, pero gigantesca y trascendental para otros: el tiempo. Llevamos más de 50 años acostumbrados a la sangre, el llanto, la guerra y el odio, que ya todo ha perdido el sentido; no solo es el pequeño soldadito, sino también las víctimas, los victimarios y la historia personal de cada colombiano lo que, en todo este tiempo, de una manera directa o indirecta, ha sido tocado por el conflicto.

Mucho se habla de la planeación y la formulación de lo que será la base para la construcción de la Colombia post-2015, pero hoy Mambrú sigue en la guerra. Y, al igual que la paz, no sabe cuándo vendrá.

Por Laura Murcia
laura.murcia.obregon@gmail.com