Luis Vives, el gran humanista, a quien Dilthey llama el “primer psicólogo en la historia”, nacido en los albores de 1492, siete meses antes del descubrimiento de América, perteneció a la generación que vive el maravillamiento, la sorpresa y la aventura de, como él llamaba, el ensanchamiento del mundo: “verdaderamente se ha abierto al género humano su orbe”, escribirá en su madurez.

El hombre cuyo cerebro maravilla a las universidades de Oxford, Brujas, Bruselas, Alcalá y Lovaina, se arrodillan del lumbrado ante el descubrimiento de América.

Viviendo en esta América, todavía hoy a mí me pasa, cruzar el río de la Magdalena me causa una sensación impactante. A su lado, de Europa resulta ser apenas la diminuta instalación de un pesebre de Belén. Recuerdo el juicio irónico del argentino que, habituado a contemplar su Río de La Plata, comentaba sorprendido por la pequeñez del río Guadalquivir, en Sevilla: “Tanta literatura para tan poca lágrima”.

El europeo dice “montaña”, “llano”, “río” y experimenta que en el hueco semántico de estas palabras que le eran familiares no encuentra cabida tanta tierra, tanto horizonte y tan infinitas aguas.

América es, en primer término, una enorme presencia física, descomunal, abrumadora. Llanuras sin límites y ríos sin orillas.

América, la América que nos cantó Nino Bravo, el otro valenciano enamorado de ella: “Un inmenso jardín, eso es América. Cuando Dios hizo el edén, pensó en América”.

Por Jesús Sáez de Ibarra