De los hermanos Machado se cuentan muchas cosas. Manuel Machado era el escritor más lúdico, más sensual y, sin embargo, quizás sea el más traumático y más doloroso. Una de las anécdotas más perturbadoras y conmovedoras es la que nos habla de su talante a la hora de escribir y entregar su producción, ultimar sus trabajos (poemas, crónicas, ensayos). El gobierno nacional le había buscado un puesto en la biblioteca nacional.

Un trabajo poco remunerado, por lo que se veía obligado a escribir horas extras. Llamaba al mensajero de su oficina, le entregaba su último escrito para el periódico, apremiándole: “Que me remitan rápidamente el pago, pues lo necesito con urgencia para el almuerzo a medio día”.

Así nacieron sus mejores sonetos. Dedicados a los generales del ejercito nacional franquista a los que les rendía pleitesía Manuel Machado. El destino de su hermano, Antonio Machado, no fue menos doloroso, aunque sí más glorioso y recordable. Jorge Luis Borges le dio el destino indiscutible que mereció la gloria de dejarnos poemas inmarcesibles.

Esta semana pasada, tan generosa mediáticamente en publicaciones sobre catástrofes como las ferroviarias de Galicia y Francia; tensionantes como los papeles de Barcenas, con su complejidad; el problema entre Inglaterra y España con el inacabable tema ¿irresoluble? del Peñón de Gibraltar; hasta el conflicto de Nicaragua y, ¿qué es lo que quiere?, terminando con la dolorosa y sangrienta situación de Egipto, son muchos los que –como yo, hoy, al elegir el tema de esta columna– ante el agobio mediático, han optado por el sol, la arena, el olvido y, Dios nos asista.

Por Jesús Saez de Ibarra