¿Quién no se manchó alguna vez las manos y la ropa comiendo mamón a la salida del colegio? Qué tentación ver aquellos racimos que, colgados de la rama de un árbol, exhibía el vendedor de frutas, quien usaba un sombrero blanco de tela embonado hasta la nariz, camisa desabrochada con solo dos botones, pantalón cogepuerco y abarcas con suela de llanta de camión, y esperaba la salida de los estudiantes para venderles la deliciosa fruta.
Un peculiar chasquido se sentía al enterrarle la uña para romper la áspera corteza verde que al abrirse mostraba una especie de mota de algodón, color amarillo intenso, como yema de huevo de gallina criolla.
La pulpa suave y traslúcida, de sabor agridulce, se derretía en la boca al chuparla o ‘mamarla’ (se dice que de ello deriva su nombre). Nos cuidábamos de no pasarnos las manos por los ojos después de haber comido mamón, pues había la creencia de que el contacto con la corteza producía una afección de la vista llamada ‘ceguera’.
Con la semilla blanca y redonda que quedaba luego de chupar el mamón hacíamos una guerra entre amigos. A un lado de los mamones, en una ponchera de aluminio toda abollada, había una fruta hoy poco conocida –el martillo– fruto del loto sagrado o loto indio (Nelumbo nucifera), hierba acuática y planta sagrada en la India, que simboliza divinidad, fertilidad y riqueza.
Su fruto verdoso, en forma de copa cónica, parece una regadera llena de pequeñas cavidades que albergan las semillas. El martillo es la afamada ‘faba aegyptiaca’ de los romanos, que puede germinar hasta después de 30 siglos.
Cuando nos llevábamos a la boca aquellas semillas, nunca imaginamos que fueran tan famosas y tuvieran tanta historia.
Por Antonio Celia
Antonioacelia32@hotmail.com