Qué bien sabía Jesucristo cuando nos enseñó el Padrenuestro. ¡Qué bien lo sabía! El Padrenuestro, la oración que el Señor nos enseñó, se abre con la palabra Padre. Es como un barco que tiene una proa que no falla nunca: la proa es esa primera parte de la nave, rompedora, que facilita la entrada segura del barco en las aguas del puerto.
Padre nuestro que estás en los cielos... no podría haber sido concebida la entrada a esa luminosa y tierna plegaria que esta que ahora comentamos: Padre nuestro.
En el Evangelio se nos cuenta que Jesús, a primera hora de la mañana, volvía a buscar la compañía de sus discípulos después de emerger sus ojos en la luz del reino de su padre: Padre.
Padre que estás en los cielos, el reino de la luminosidad que trasciende toda luz. A mí, personalmente, me sobrecoge la alegría con que Jesucristo descendía del monte en que le gustaba ocultarse, y que lo expresaba con la palabra Padre. Padre nuestro que estás en los cielos. Así de sencillo, así de grandioso. Algún día estaréis conmigo en el reino del Padre: porque dentro de poco ya no me veréis, y dentro de poco me volveréis a ver. Los discípulos, sin duda, entenderían algo de aquellas aclaraciones misteriosas, pero, al menos, intuirían que se trataba del reino del que Jesús les hablaba permanentemente: “Venga a nosotros tu reino. El pan nuestro de cada día”.
En el año 1939 fue hallada la más reciente copia del Evangelio de Mateo. Pertenece a un grupo copto que habitaba las orillas del Nilo. Desde todos los lugares del mundo los hombres buscan el rastro de las palabras de Dios: Padre nuestro.
Por Jesús Sáez de Ibarra