Indiscutiblemente, uno de los valores literarios aportados a la historia de la literatura universal por los novelistas latinoamericanos es Vargas Llosa, en razón de las novelas escritas y de los estudios estilísticos por él aportados.

Recuerdo que, con ocasión del otorgamiento de la nacionalidad española, Vargas Llosa nos regaló un fabuloso estudio sobre Azorín, donde nos confesaba que, el luminoso escritor valenciano fue para él el maestro del que más aprendió en sus años de aprendizaje.

En el epílogo de Las confesiones de un pequeño filósofo, Azorín, ya viejo, vuelve al pueblecito de su infancia y juventud. Camina acompañado de los que le recuerdan. Y escribe: “Ya es tarde, y he sentido, no sonriáis, esa sensación vaga que a veces me obsesiona del tiempo y de las cosas que pasan en una corriente vertiginosa y formidable”.

Y enlaza otro recuerdo entrañado: Es un niño pequeño. La madre lo ha sentado sobre un arcón de pino. Están en la alcoba matrimonial. Sentado con los pies colgando. Calladito, contempla a su madre ordenar los armarios: “Cuando mi madre ha tomado en sus manos blancas, una mantilla negra, yo he visto que se quedaba un momento pensativa. Es la mantilla de su boda. Y yo he percibido que una vaga tristeza –la tristeza de lo pasado– velaba sus hermosos ojos azules”.

En estas emocionadas líneas, Azorín, por unos vagos instantes, se nos delata como Marcel Proust, como descubridor del tiempo. Uno de los primeros ilusionistas del recuerdo y del paso del tiempo.

Por Jesús Sáez de Ibarra