Casi que cada alcalde modifica el Plan de Ordenamiento Territorial, POT, y cada reforma y adenda significa un nuevo atropello a la ciudadanía que despierta en su vivienda, casa en conjunto o edificio con la espantosa novedad del cambio del uso del suelo y pierde, de un plumazo, la tranquilidad y apacible estar de la zona residencial, porque algún funcionario sinvergüenza (ya casi es pleonasmo) se amañó e introdujo cambios para favorecer los intereses de su elector, léase quien le consiguió el puesto, o cayó rendido frente a la tula que cualquier negociante le pone sobre la mesa, o quiso complacer al burgomaestre que necesita favorecer a quienes impulsaron su campaña.
Casi siempre, el ‘compromiso’ se pacta antes de la elección y es prontamente cumplido por el nuevo feliz funcionario que atiende, contra viento y marea, lo exigido, más rápido que enseguida, y así asegura su permanencia en el cargo y también recibe, como retribución, una esquirla de la monumental ganancia obtenida por quien disfruta del cambio del POT, que debería llamarse Plan de Desordenamiento y Masacre de la Urbe.
La consulta pública es la gran tapadera. Uno asiste a interminables discusiones con profesionales serios y probos que hacen su tarea, pero cuando el POT pasa a Acuerdo para aprobación en el Concejo, lleva micos y cascabeles introducidos en ese recinto y por los funcionarios del área. O sea, se pasan por la faja alegremente lo acordado en esas consultas ciudadanas. Esa es la razón por la que me niego sistemáticamente a que me usen como muñeca de tienda y nunca más he asistido a esas jornadas disque democráticas: hacer de idiota útil para que beneficien a personas y no a la ciudad, me destempla el carácter y aumenta las emociones negativas que me despiertan los corruptos.
Solamente voy a mencionar el caso del barrio Prado, donde he vivido desde que me reconozco como persona, es decir, cinco años, y a mis 62 cumplidos me parte el corazón comprobar en lo que lo han convertido: un matachín comercial, lleno de vendedores ambulante y atravesado por todas las lineas de buses que existen. Los bulevares (Cras 54 y 58), los más antiguos en el urbanismo nacional, no son más que vías exprés para buses, busetas y Transmetro, que van en zigzag gracias a la cantidad de huecos rompe ejes, en un concreto de mala calidad que tampoco recibe mantenimiento oportuno de sus juntas. Por eso se levantan losas enteras cuando llueve, para alegría y enriquecimientos de los cinco grandes contratistas que se reparten airosos la malla vial: vieja y nueva.
¿Hasta cuándo? Hasta que elijamos un proyecto político serio, sin tener en cuenta a los clientelistas; suena imposible, sí, lo sé, pero podemos lograrlo si ejercemos el voto a consciencia, voto de opinión claro y firme. Es la única forma de que cambie el significado de gobernabilidad, tergiversado como reparto milimétrico de cargos entre los corruptos de siempre.
Por Lola Salcedo Castañeda
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