A mis 12 años enfrenté una de las experiencias más dolorosas pero enriquecedoras de la vida: despedir a tu hermano mayor, tu ídolo, el motor de la alegría y el jolgorio de la casa, en medio del ambiente más hermoso de perfecto amor que un grupo de seres imperfectos fuimos capaces de generar. En un momento así, llegan muchos mensajes, oportunos e inoportunos, escritos y orales, de condolencia, en el intento de los que te rodean por “acompañarte en el dolor”. Algunos te dan abrazos que no has pedido y te laceran el corazón cuando, seguramente de forma involuntaria, te piden detalles de la enfermedad y la muerte.
Un mes después de la despedida de nuestro Julito, en la cotidianidad del desayuno familiar, abrimos el periódico y encontramos el más sentido homenaje de Ernesto McCausland. Aquel que nace de la complicidad de las vivencias compartidas, de la empatía de quienes luchan por encontrar el sentido a la vida que se escapa irremediablemente de las manos, de la necesidad de aprovechar los instantes que te quedan para decirle a los tuyos que los amas, aceptando a temprana edad el inefable destino del sueño eterno como descanso del dolor y el agotamiento físico. Tal como Ernesto lo describe, la enfermedad los unió, pero Julito se fue primero…
Al releer las columnas de Ernesto me regocijo por el merecido reconocimiento frente a su meritoria labor en el periodismo y la cinematografía. De alguna manera, él trascendió las barreras de la muerte; sus escritos lo mantienen vivo y nos permiten seguir nutriéndonos de la belleza de sus pensamientos y emociones. No creo que Ernesto pudiera imaginar que el homenaje que escribió un día, bajo el título Julio Zúñiga Chiriboga, tendría el poder mágico de reunirme con mi hermano a lo largo de mi vida. Muchos días, cuando extrañaba su presencia, encontraba en el escrito pistas de cómo era Julito, qué pensaba de su enfermedad, cómo vivió su adolescencia, cómo le aconsejaba a alguien en sus similares circunstancias a aferrarse a la fe y la esperanza. Julito partió un 21 de septiembre de 1983, pero el hecho de que Ernesto siguiera vivo me llevó, aunque él nunca lo supiera, a seguir sus pasos profesionales y a gozarme de cada logro que obtuvo. Al verlo, allí estaba Julito, mi héroe. Me convertí, sin quererlo, en su nueva pero desconocida hermanita menor, profesándole mi admiración eterna.
Me hubiera encantando abrazar a Ernesto y decirle lo que hoy escribo, pero queda el agradecimiento de la niña de 12 años que vive en mi interior (sé que mi madre y hermanos se me unen) ante alguien que tuvo la sabiduría de decir las palabras correctas en el momento justo. Por el homenaje que le hizo, estoy segura de que Ernesto vio en Julito un modelo de cómo enfrentar su propia enfermedad. Eso me llena aún más de regocijo porque eso era lo que mi hermano quería, que le recordaran con amor y que los vivos vivieran gozosos. Ernesto inmortalizó a mi hermano con sus palabras. Esto me recuerda que algunos seres grandiosos viven poco, pero dejan huella.
María del Pilar Zúñiga
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