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Un lenguaje universal de armonía escribe principios basados en el respeto. Desde que percibimos la existencia vital de un embrión, le damos respeto; nuestra disposición para amar la familia, es respeto puro; vivir en comunidad, compartir en el trabajo, conlleva respeto; sembrar y cultivar encierra íntimo respeto.

Recibimos cálido respeto de una mascota, en la caricia de la brisa, si caminamos descalzos sobre arena o césped. Sumergirnos en las aguas de un manantial, flotar sobre las olas del mar y reposar a la sombra de un frondoso árbol constituyen respetuosos placeres que nos brinda la Madre Naturaleza.

Cada uno de los Diez Mandamientos es ordenanza de respeto. Por voluntad divina y en nombre de lo que representa, es el cuarto mandamiento –Honrar Padre y Madre– el que pone orden en una sana convivencia, cimentada en el respeto; este no es discutible, tampoco una elección: padre o madre no necesitan merecer el respeto, es imposición divina, sin importar su comportamiento o condición; no es negociable con el afecto o desafecto, y aplicando este principio, los valores morales crecen de manera natural.

Hacia los padres, además de amor, se pueden desarrollar sentimientos de admiración o de orgullo, pero el respeto es intrínseco del lazo irrompible y único; no está sometido a sorteos, por ende, no corre el riesgo de ganarse o perderse.

¡Es un derecho y un mandato cósmico!
Socorro Santis de Ávila
sosantisdavila_dea@hotmail.com