Aunque el sucesor de Juan Manuel Santos en la Casa de Nariño recibe un país menos convulso que el que le fue entregado a él en 2010, en parte por sus gestiones para la desmovilización de las Farc y las conversaciones con el Eln, también es cierto que el silencio de los fusiles está dejando escuchar con mayor claridad el estruendo de la corrupción en los tres poderes públicos y el sector privado.
No obstante, a la misma paz le sobrevivieron dos estelas complejas: el aumento de cultivos ilícitos –que algunos atribuyen a un inesperado bumerán del propio acuerdo de La Habana- y las llamadas disidencias de las Farc –de las cuales ya se preveía su aparición y que se suman a las bacrim y a la penetración de los carteles mexicanos en los negocios con los grupos armados de narcotráfico-.
Otro asunto de cuidado para los presidenciables corre por cuenta de la dictadura de Caracas, que ha arrojado a hacia este lado de la frontera la inmigración más grande de la historia del territorio nacional y que propone retos humanitarios, sociales, de seguridad y económicos.
Entre tanto, en el panorama coyuntural, pero de urgencia e implicaciones monumentales, el noroccidente de Colombia permanece en vela esperando a ver qué pasa con Hidroituango, que podría producir una tragedia sin precedentes en esa zona, o bien podría reivindicar la ingeniería nacional, el trabajo conjunto de las autoridades y el sistema de prevención de riesgos.
A grandes rasgos, estos, en una rápida levantada de la tapa de la olla, aparecen como los grandes ‘chicharrones’ que por el momento deberá afrontar el candidato que quede ungido a partir del próximo domingo como el nuevo mandatario de los colombianos.