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Por la derecha está libre, puedes darle. No, espera, viene una moto. ¡Ya!, antes de que se atraviese el carro de mula. No titubees, confía en mí, ve que tú no puedes ver quién viene. No quiero pensar como manejas cuando estás solo; me imagino las locuras que harás.

Tienes que concientizarte de que debes ser más cuidadoso; no estar sintonizando la radio, ni elevarte; mira la cantidad de accidentes que pasan en un segundo de distracción”. Son las instrucciones que me da mi señora, esa gran copiloto que me ayuda a conducir el auto en el endiablado tráfico de Barranquilla. No sé qué haría sin ella, porque ahora, cuando ya las cervicales se me han compactado y mi cabeza no tuerce ni a la derecha ni a la izquierda; cuando las cataratas claman: ¡operación! y las luces de la noche parecen estrellitas fulgurantes, conducir sin copiloto no es lo más indicado.

Pero me ha cogido demasiada confiancita, y ahora quiere dirigir cada uno de mis movimientos. Apenas se sube al carro me lee varias veces la lista de las diligencias que quiere hacer, me traza la ruta que debo seguir, me regaña si me pego del pito detrás de la chiva que se detiene tres veces en la misma cuadra, si le recuerdo la progenitora al que se me atravesó en la bocacalle o si gesticulo alzando las manos y me quedo mirando fijamente al conductor del carro mal estacionado que está causando un trancón.

Moraleja: si usted ya tiene poco movimiento lateral de cabeza, titubea y las luces le parecen estrellitas, necesita un copiloto. Pero le aconsejo que no le dé demasiado largo, porque de que se le encarama se le encarama.

Por Antonio Celia C.
Antonioacelia32@hotmail.com