
La flor que emergió en la guerrilla
Lejos de la violencia y las armas, esta reincorporada de las Farc encontró en las artes una nueva oportunidad para hacer su vida y disfrutarla con su familia.
A Flor* le cerraron las puertas hasta en las Farc. Era una joven cuando decidió formar parte de sus filas, pues estaba cansada de vivir con miedo. No alcanzaba los 20 años, pero había vivido lo suficiente para hablar con propiedad de la violencia, la falta de oportunidades y el acecho de la muerte. Ella huía de quienes, se supone, debían defenderla. Varias veces se enfrentó al Ejército pues “le pedían información” sobre la guerrilla, pero Flor desconocía de sus pasos. Tenía miedo porque con el tiempo los soldados se “tornaron agresivos” con ella.
Un día, guiada por el desespero del acoso, decidió dejar su vida como civil y se presentó ante la guerrilla, pero le negaron la entrada. Entre las razones que le dieron estaba que tenía un niño pequeño, su madre dependía de ella económicamente y porque “debía pensarlo con cabeza fría y buscar otra solución”. No se quedó con esa e insistió. Flor estaba cansada de tantos portazos en la cara y buscó el “sí” por otro lado. Para ella no había otra opción, no tenía más familia a la que visitar o en la que pudiera resguardarse.
Estaba decidida. Se negaba a conocer más muertes y desapariciones de sus familiares o vecinos. El conflicto armado ya había cobrado la vida de su papá, su abuelo, dos tíos y la de una hermana de ocho meses de nacida. Esta última murió calcinada luego de que su “ranchito”, como Flor lo llamaba, fuese quemado por la guerrilla en un pueblo de Santander. Los desplazaron. Eran campesinos, vivían de sus cosechas y de lo que vendían. La joven asegura que “nunca tuvieron nada que ver” ni con las Farc, ni con el Ejército, pero ninguno de los dos bandos les creyó. A los que quedaban vivos les tocó huir. Su madre tomó las riendas del hogar y se los llevó a criarlos lejos de la violencia a otro pueblo.
En Santander los paramilitares prácticamente gobernaban. Las denuncias por instalación de nuevos asentamientos de ‘los paras’ en los barrios urbanos eran casi que a diario. También realizaban patrullajes y convocaban, obligados, a los ciudadanos para que “conocieran sus reglas” y así cumplirlas o si no serían desplazados de la zona o asesinados, así lo reportó el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del año 2000.
Lo grave es que el documento asegura que todo esto sucedió aún con “la presencia permanente de las fuerzas de seguridad del Estado” en el departamento. Ese año el país vivía sumido en una ola de sangre. Los esfuerzos del presidente Andrés Pastrana por lograr la paz no fueron suficientes, pues Colombia, según registraban los medios en ese momento, “rompió todos sus récords de violencia” con 38.000 muertes violentas registradas, 205 masacres y más de 3.000 personas secuestradas.
Mientras todo eso pasaba en la ciudad, en el campo no había mucha diferencia. Flor trabajaba por una vida mejor, pero la zona comenzó a calentarse y no precisamente por las altas temperaturas. “No quiero problemas”, se repetía y se lo decía a los soldados que la presionaban para que “colaborara” con ellos. Le pedían información sobre los guerrilleros o los ‘paras’, pero ella se mantenía firme diciendo que “no sabía nada de ellos”.
Flor tenía 17 años cuando, por negarse a “colaborarles”, se presentaron a su casa con una orden de captura y le hicieron seguimiento. Le resultaba ilógico pensar que podría ir presa sin haber cometido un delito. “Puedo decir que me duele la gente que vive en el campo porque lo más triste de esto es que uno no conoce de ideologías políticas, uno no es más que la gente que está en el campo y que no recibe plata de ninguno. Pero las personas resultan involucradas por un lado y por el otro. Ese fue mi caso”.
Además del acoso de los militares, Flor varias veces también tuvo que esquivar la muerte. En 2006, año en que más ‘falsos positivos’ se reportaron por parte del Ejército, según cifras de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), ella casi se suma a la lista. Un grupo de soldados la sorprendió cuando iba de regreso a su finca, la obligaron a ponerse un uniforme camuflado y a irse con ellos. Esperó lo peor, pero se armó de valor y huyó. Pudo escapar esa vez, pero confiesa que, irónicamente, el miedo lo sentía cuando los militares estaban cerca.
“Eso es duro y es una versión que muchas personas no creen. Creen que es una cosa imposible, pero sí pasa y no solo me han pasado a mí; les ha pasado a muchos”, sostiene.
Las cifras no mienten. El más reciente informe de la JEP reveló que fueron 6.402 las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales por parte del Ejército, o mal llamados “falsos positivos”, realizadas entre los años 2002 y 2008. Misma época en la que casi se llevaron a Flor.

Fue la única de sus hermanos que se volvió guerrillera. Ella era la mayor y sintió que debía hacerlo por su familia. Antes de enfilarse trabajaba en su finca y buscaba el mercado caminando o en mula. En esas idas y venidas conoció a los guerrilleros. Pensó que serían cómo los describían en su pueblo: hombres armados que vivían “matando y comiendo del muerto”. Unos “completos monstruos”, pero no. Para Flor resultaron personas comunes, unos campesinos como ella.
Por eso, cuando por fin la aceptaron dice que no tuvo miedo. Su nombre dejó de ser Flor y la apodaron ‘Linda’. Con su nueva identidad se topó con una vida distinta al campo, llena de normas y creencias ajenas a las “tradicionales”. Su rutina consistía en madrugar, recoger la hamaca y esperar el desayuno para ir a prestar guardia. Ella seguía órdenes. La mandaban a buscar leña o agua, a sembrar yuca o maíz, a hacer mandados o bajar a las comunidades aledañas a limpiar los caminos, carreteras y hasta construir puentes junto a ellos. Nadie se negaba, ellos eran la ley.
‘Linda’ fue una guerrillera que nunca disparó un arma. Se autodefine como “la más cobarde”. Lo de ella eran las humanidades y las labores sociales en las comunidades. “Fui muy poco problemática, siempre andaba metida en lo mío que era la lectura, creo que en la vida pasada fui hippie”, recuerda.
Estando allá conoció las obras de Gabriel García Márquez y quedó “fascinada”. No había mucha literatura en el monte, pero los libros socialistas, de ideologías políticas y sobre conflicto sobraban por montón. De vez en cuando también leía revistas y medios nacionales para enterarse de lo que pasaba en el país.
Flor cuenta que se reunían entre ellos para disfrutar de la poesía, el teatro y las tradiciones culturales del país. Los fusiles se callaban y predominaba el sonido de la flauta, el acordeón o los tambores. Con micrófono en mano y bajo una carpa algunos guerrilleros rapeaban, otros cantaban champeta o recitaban poesía que ellos mismos escribían.
Para ella, los directores de cine y televisión “exageran” a la hora de contar la vida diaria de un guerrillero. Flor lo define como “un internado” en el que convivían seres humanos “con diferentes historias, razas y creencias”, en el que “prácticamente se vuelven como una familia y se dan enojos o amoríos” entre ellos.
Pero esos pequeños escapes de la realidad no duraban mucho tiempo. Debían estar alerta y dispuestos a cumplir las órdenes que les impartían o a disparar las balas si los atacaban.
“La guerra es horrible. Sinceramente no añoro, ni extraño nada de eso”. Flor hace una pausa y suspira. Quizá en ese momento regresaron a su mente circunstancias que en voz alta no quiso recordar y remató con que “realmente es muy duro porque de por sí la guerra es cruel. Se estrella uno con esas cosas, pero desgraciadamente uno ya no puede hacer nada”.
En sus ojos cristalizados se nota que varias veces sintió dolor al perder a quienes consideraba sus amigos e incluso sus hermanos.
“La guerra es guerra y es una realidad que no se puede cambiar. La guerra duele en los dos lados. Y duele porque nosotros somos seres humanos que tenemos hijos, familias, padres, etc. Por eso es que yo digo que el ser humano no es una máquina para matar. El ser humano tiene sentimientos, sino que desgraciadamente con el conflicto las cosas cogen por un mal camino”.

La niña de 17 años que ingresó a las filas de las Farc definitivamente no es la misma. Hoy es una mujer de 33 años que ahora vive con su familia en una finca. Luego de un largo proceso de reincorporación y trabajo con la justicia, disfruta de sus dos hijos y poco a poco “conoce la paz”.
Para ella el proceso de paz representó “la gran oportunidad” de cambiar su vida, pues recuerda las palabras de su madre: “Cuando se va para la guerra tiene tres caminos: ir a la cárcel, quedar en una silla de ruedas sirviendo para nada o morir”. Por eso le agradeció a la vida que ninguna de las tres opciones fuese su caso. Ella tuvo un cuarto camino: reincorporarse e ingresar a una universidad para estudiar, trabajar y seguir ahorrando para su propia casa.
Sale solo para lo necesario: ir a estudiar o hacer diligencias. Flor prefiere dedicarse a su hogar y esperar que su esposo, también exguerrillero reincorporado, llegue a la casa. Cuenta que “no tienen problemas” con nadie. Se dedican a trabajar y salir adelante.
“Uno no puede borrar el pasado porque eso no pasa de la noche a la mañana. Yo me siento muy bien porque siento que estoy alejada de toda esa cuestión y que estoy con mi familia. Mi esposo se la pasa trabajando, yo estudio y estoy enfocada realmente en cambiar mi vida y en echar hacia adelante”.
Y así lo hace. Ahora siente que ha tenido “un cambio muy favorable” y que tiene más posibilidades de un mejor futuro. Disfruta de la poesía, el teatro y la pintura. Es integrante de un grupo de artistas de una universidad en Santander y perfecciona su técnica como pintora, que empezó de manera empírica en la selva.
Flor dibuja a lápiz, con colores, pinturas y cualquier material que le den. En medio de la pandemia ha hecho exposiciones virtuales con temas relacionados a la paz y la reconciliación. Le gusta dibujar mariposas, rostros, lugares e incluso personas con tapabocas debido a la pandemia. Ella logró cambiar su perspectiva, pues antes sus dibujos estaban marcados por el dolor de la guerra y, aunque es consciente que es una realidad que sigue vigente, le agrada su nueva y fresca mirada artística.
Tiene su futuro planeado. Flor dice “que no pide muchas cosas”, solo desea que sus hijos puedan ser profesionales, vivan en la legalidad que “tanto se les inculca desde casa”. Está motivada en ser una mujer autónoma, que pueda aportar económicamente en la casa y sentirse libre en sus decisiones, eso quiere trasmitirles a sus hijos.
Es consciente de que en cuestión de tiempo abandona el campo y se muda a la ciudad para continuar con la formación académica de sus hijos y su crecimiento profesional. No quiere una vida llena de lujos, ni excentricidades. Flor dice que “se conforma” con su “comidita” diaria, su familia y un trabajo estable para que vivan tranquilos, lejos de la guerra que tanto les ha robado.
*El nombre de la mujer fue cambiado por su seguridad.