En estos tiempos convulsos, en los que las democracias liberales se encuentran sometidas a implacables amenazas en los frentes más diversos, cobra especial vigencia la obra del florentino Giovanni Sartori, uno de los grandes pensadores contemporáneos del sistema democrático, fallecido ayer a los 92 años.
Con exhibiciones de erudición que rayaban a menudo en la pedantería, y echando con frecuencia mano de un humor elegante y corrosivo, Sartori cumplió a cabalidad el papel primordial que se espera de un intelectual digno de tal reconocimiento: animó a pensar en libertad.
El italiano dedicó buena parte de su larga trayectoria a reflexionar sobre la democracia, porque entendió que solo desde la comprensión de su naturaleza era posible llegar a valorarla, pese a sus carencias y defectos.
Sartori defendía la democracia en sus vertientes política, económica y social –si bien hacía depender las dos últimas de la primera–, en la estela de su admirado Alexis de Tocqueville, pensador francés del siglo XIX que quedó deslumbrado por el incipiente sistema político que surgía en Estados Unidos. Su mayor preocupación consistió en convencer a los ciudadanos de que, a pesar de la distancia –a veces enorme– que pueda separar la democracia real de la ideal, la primera merece ser protegida sin vacilaciones y, por supuesto, perfeccionada con el tiempo.
Más en concreto, Sartori defendió la democracia representativa, y siempre desconfió de sistemas alternativos de participación directa, sobre todo aquellos derivados de la irrupción de las nuevas tecnologías. También fue –sobre todo con su ensayo ‘Homo videns’ (1997)– un crítico feroz de la televisión como medio de comunicación, porque veía en su banalidad un peligro para la democracia.
Provocador impenitente, desató a comienzos de este siglo una fuerte polémica con su libro La sociedad multiétnica, en el que arremetía contra el multiculturalismo, corriente en boga en círculos progresistas europeos y norteamericanos ante el fenómeno de la inmigración. Sartori opinaba, con la mirada puesta en el islamismo, que la democracia europea debía actuar con más prevención hacia culturas que, en sus palabras, se contraponen a los valores occidentales. Frente al multiculturalismo, defendió el ‘pluralismo’, bajo el paraguas del sistema del país de acogida.
Podrá discreparse parcial o totalmente de los planteamientos del pensador italiano, pero lo que nos interesa destacar con ocasión de su fallecimiento es el empeño infatigable que puso en intentar comprender la democracia. Y eso no es baladí en una época de peligrosos relativismos, en la que por todos lados afloran populistas de distinto signo que buscan romper en añicos ese fragílisimo invento de la civilización.
Su mayor preocupación fue convencer a los ciudadanos de que, a pesar de la distancia –a veces enorme–que pueda separar la democracia real de la ideal, la primera merece ser protegida sin vacilaciones y, por supuesto, perfeccionada con el tiempo.