Quizá la tragedia más grande que afronta hoy Colombia es la violencia contra los menores. Muy en concreto, la de tipo sexual.
El año pasado se reportaron cerca de 13.500 casos de abusos contra niñas, niños y adolescentes. Es decir, 37 al día. Y hablamos solo de los casos denunciados: es bien sabido que un número indeterminado de agresiones –quizá la mayoría– no salen a la luz, ya sea porque el menor no se atreve a comentar su drama personal o porque su familia decide callar cuando el escándalo involucra a uno de sus miembros, como sucede, por cierto, la mayoría de las veces.
El lunes pasado, en una charla en la Universidad del Norte, la directora del Icbf, Juliana Pungiluppi, dijo que en lo que va de año se han reportado 10.528 casos de violencia sexual contra menores. De mantenerse la tendencia, habría una cifra semejante a la del año anterior, lo cual no es, por supuesto, una noticia tranquilizadora.
Pero lo peor es que solo el 10% de las denuncias desembocan en condenas. Según el Icbf, esta situación obedece a factores como la falta de especialización de jueces, la deficiencia de los procesos de investigación o la limitación de cobertura para practicar exámenes médicos legales en diversos municipios.
Desde una perspectiva regional, el escenario es especialmente preocupante, si se considera que Atlántico es el tercer departamento en número de casos registrados: 777.
No es fácil tener un cuadro exacto de las dimensiones del problema, en primer lugar porque resulta imposible establecer cuántos abusos nunca llegan a conocerse. Por otra parte, habría que establecer si el aumento de las denuncias en los últimos años es reflejo de un incremento de la violencia, o de que más personas se deciden a denunciar, o de una combinación de ambos elementos.
Pero más allá de los análisis que hagan los expertos en este sentido, y que sin duda contribuirían a ofrecer un diagnóstico más preciso, es evidente que estamos ante un drama de colosales proporciones. El número de denuncias es en sí mismo alarmante, y estremece pensar en todos los episodios que no trascienden, sobre todo si hacemos el ejercicio de imaginar el sufrimiento del menor que día a día se guarda su terrible secreto para evitar la vergüenza o el temor de revelarlo.
No desconocemos el esfuerzo que están realizando las administraciones, a todos los niveles, para afrontar este flagelo. Pero los hechos demuestran que es insuficiente. Es muy probable estadísticamente que, durante la redacción de este editorial, un menor haya sido objeto de abusos sexuales en cualquier rincón del país. No podemos seguir así.