Mandatarios o delegados de siete países, convocados por el presidente Duque, firmaron el viernes pasado el ‘Pacto de Leticia’, un compromiso de ocho puntos para salvaguardar la Amazonía de las múltiples amenazas a que se enfrenta.

Cualquiera que sienta una mínima preocupación por el futuro de nuestro planeta no puede menos que aplaudir la iniciativa del mandatario colombiano y la actitud voluntariosa de los participantes den el encuentro.

Lo importante ahora es que este primer paso en la coordinación de esfuerzos para proteger uno de los principales pulmones naturales del mundo no se quede en un ‘show’ de cara a la galería.

Existen, por supuesto, motivos para el escepticismo. No solo porque la historia de nuestra región está llena de nobles propósitos que naufragan en océanos de palabras (incluidos, por cierto, anteriores acuerdos sobre la Amazonía). En este caso hay tres motivos adicionales para dudar de la efectividad del pacto: la falta de mención a los recursos que lo financiarían, el escaso compromiso ambiental que ha mostrado el presidente de Brasil (país con la mayor porción de la Amazonía) y –último pero no menos importante– la convicción de que estamos ante un tema de dimensiones tan colosales que solo se podría resolver a fondo con el concurso de la comunidad internacional.

Estas prevenciones no deben llevarnos, sin embargo, a minusvalorar el ‘pacto de Leticia’. El hecho de que se haya celebrado es en sí mismo un éxito, por cuanto refleja una toma de conciencia ante un problema mayúsculo que no admite más dilaciones. Ahora les corresponde a los países firmantes cristalizar sus compromisos. Entre ellos, articular un sistema de prevención de desastres, intercambiar información para el seguimiento al clima, propugnar un uso sostenible de los bosques y fomentar la participación de mujeres e indígenas en la protección de ese territorio de más de 7,4 millones de kilómetros cuadrados que alberga un santuario de biodiversidad único en el mundo.

Pero, como decíamos, la solución de fondo para garantizar la conservación de la Amazonía exige ingentes recursos, para lo cual es imprescindible involucra a los países más desarrollados. Hay que convencerlos de que el problema también es de ellos y que ya no basta con migajas para atajarlo.

Los países amazónicos poseen un patrimonio de un valor ecológico inconmensurable y tienen que hacer entender el resto de la comunidad internacional que su mantenimiento es oneroso. El ‘Pacto de Leticia’ puede ser el punto de partida en esa estrategia. Solo el tiempo dirá si logró el objetivo o si, por el contrario, quedó archivado en los anaqueles de las buenas intenciones.