Gilberto Valencia. Jesús Adier Perafán. José Solano. Wilmer Antonio Miranda. Wilson Pérez. Maritza Quiroz. Miguel Antono Gutérrez... A muchos no les dirá nada especial esta secuencia de nombres, que, en circunstancias normales, podría corresponder a la lista de pasajeros de un vuelo o al repaso de asistencia de alumnos en una escuela.
Desafortunadamente nuestro país no vive en circunstancias de normalidad plena, y la lista recoge a los primeros líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados en los 10 primeros días del año.
Se trata de ciudadanos que, más allá de si tuvieran o no inclinaciones ideológicas, trabajaban por el bien de su comunidad. Un trabajo en muchos casos heroico: no solo por las terribles condiciones en que sobreviven numerosos asentamientos humanos en la geografía nacional, sino, sobre todo, por las condiciones de altísimo riesgo personal en que desarrollan su tarea de liderazgo.
El viernes, tras un encuentro entre representantes del Gobierno y de organizaciones sociales, el fiscal general, Néstor H. Martínez, hizo una afirmación de suma trascendencia que, curiosamente, no tuvo el impacto mediático que merecía. Dijo que tras los asesinatos de líderes sociales existe una “sistematicidad”, lo cual sugiere que obedecen a actos planificados de exterminio, que atribuyó al Eln y a organizaciones criminales.
No es el primer responsable institucional que hace tal afirmación. El procurador, el defensor del Pueblo o el director de la Unidad de Protección ya se han pronunciado en el mismo sentido. Lo importante es que quien ahora se suma al discurso es el encargado de enfrentar a la criminalidad.
La principal consecuencia que debería tener este diagnóstico es un giro radical en el enfoque institucional del problema.
El escenario no es el mismo del de hace algunos años, en la peor época de la violencia. De acuerdo con las autoridades, ya no se aprecia participación de agentes del Estado en la planificación de los crímenes. Y desde círculos del poder ya no se transmiten –al menos abiertamente– mensajes que arrojan dudas sobre la actividad de los líderes sociales para así justificar sus muertes.
En ese sentido, el discurso del presidente Duque, de inequívoca condena a los asesinatos, es altamente positivo. Pero ha llegado el momento de dar un paso más adelante en la forma de abordar este intolerable fenómeno en que unas organizaciones intentan imponer la ley del terror a amplias capas de colombianos.
El Estado debe asumir cuanto antes la tesis de que estamos ante algo mucho más complejo y tenebroso que una sucesión de casos aislados, y actuar. No hay tiempo que perder ante tamaño desafío.