Venezuela acude hoy a las urnas para renovar su Asamblea Nacional. Una jornada marcada por las indebidas presiones de la dictadura de Nicolás Maduro y sus secuaces que amenazan a sus hambrientos y empobrecidos ciudadanos, absolutamente dependientes de la asistencia estatal, con dejarlos sin comida o trabajo si no votan por el oficialismo. Mezquindad para legitimar con una masiva participación esta nueva farsa electoral en la que se violan normas constitucionales, como ocurrió en las cuestionadas elecciones anticipadas de mayo de 2018 en las que Maduro resultó reelecto, según denuncias de organismos internacionales, entre ellos la Asociación Mundial de Juristas.
Argumentando falta de garantías, representantes de los principales grupos de oposición no participan, excepto delegados de algunos partidos, intervenidos por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que reencauchó a varios de sus antiguos miembros para esta elección. Maquillaje para blanquear el régimen. Tampoco en los comicios tienen cabida los 5,4 millones de ciudadanos en el exilio, ni hay observadores internacionales de la Unión Europea o la Organización de Estados Americanos (OEA) supervisando el proceso electoral que no será reconocido.
Estos comicios, distantes de los mínimos estándares internacionales de elecciones justas, libres, transparentes, verificables y democráticas, no despejarán los interrogantes sobre el futuro del otrora próspero país petrolero, asolado hoy por una pobreza extrema superior al 80% y una inflación de 3,045%. Por el contrario, lejos de resolver los problemas de supervivencia de los sufrientes ciudadanos agobiados por las más absolutas carencias, las elecciones parlamentarias agravarán, sin duda alguna, las tensiones entre la oposición y el chavismo. Maduro, con la salida de sus adversarios políticos de la Asamblea Nacional, tendrá el camino despejado para atornillarse en el palacio de Miraflores de forma indefinida recuperando el control legislativo.
Tras esta elección se conformará un nuevo Parlamento, de mayoría chavista, y cesarán las funciones de la Asamblea Nacional en cabeza del opositor Juan Guaidó, autoproclamado a principios de 2019 como mandatario interino de Venezuela.
El dirigente, a pesar de sus esfuerzos y un amplio respaldo internacional, no logró aglutinar a la fragmentada oposición venezolana en torno a un acuerdo para alcanzar el retorno de la democracia mediante una solución negociada. En medio del desencanto por la falta de resultados de su plan para derrocar a Maduro y liberar a la nación de la tiranía chavista, se abre hoy un escenario de gran incertidumbre política, jurídica y, sobre todo, humanitaria frente a la insostenible situación de la población devastada por el hambre, el desabastecimiento de comida, medicinas y otros productos básicos, la ausencia de servicios de salud y golpeada por una brutal inseguridad en las calles, además víctima de una represión y criminalización política denunciada por Naciones Unidas.
Para contrarrestar los efectos de este proceso electoral y tratando de redefinir su hoja de ruta, Guaidó anuncia una consulta popular para preguntar a los venezolanos si están dispuestos a apoyar “todos los mecanismos de presión nacional e internacional” para realizar elecciones “libres y justas” en su país. Es lo ideal, pero llegar a ese punto no está claro. Insistir en una transición pacífica es el único camino para recuperar la democracia y el Estado de derecho en Venezuela que requerirá, sí o sí, un acuerdo entre delegados del régimen y la oposición. ¿En qué términos? Eso está por verse.
La llegada del demócrata Joe Biden a la Casa Blanca puede significar un paso definitivo para recuperar la interlocución con Cuba y lograr un acercamiento con Caracas. Ningún esfuerzo debe ser descartado en el inaplazable propósito de aliviar el sufrimiento de millones de personas dentro y fuera de este país. Cambiar el curso de la historia de Venezuela supondrá un magistral enroque de la comunidad internacional, tímida testigo de los intolerables abusos del régimen.