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A diario, la extrema brutalidad de la guerra en Colombia expone a los menores de edad a la vulneración de sus derechos a la vida, a la libertad, a la educación, a la salud, a ser parte de una familia y al libre desarrollo de su personalidad. El reclutamiento ilícito de niñas, niños y adolescentes para obligarlos a convertirse en combatientes, ‘campaneros’, espías o someterlos a aberrantes abusos sexuales, repudiable práctica extendida entre todos los grupos armados ilegales del país, constituye el grado más extremo de explotación infantil, un crimen atroz que desconoce las mínimas normas del derecho internacional humanitario

Esta tragedia invisibilizada durante muchos años en el país destrozó la infancia de miles de menores, algunos de apenas 8 o 10 años, causándoles un daño emocional de magnitud desmedida, muchas veces irreparable que los condenó a arrastrar una existencia agotadora y violenta. Cabría preguntarnos, ¿cuántos criminales o verdugos de esos que hoy condenamos por delitos terribles fueron víctimas en su niñez de la monstruosidad de la guerra? o ¿qué hizo el Estado para prevenir que en su momento fueran reclutados? o ¿por qué nunca se les ofreció adecuada y oportuna atención social y sicológica para dejar atrás los fantasmas de sus primeros años?

“No sé manejar un arma, pero perdí un hermano. No sé manejar un arma, pero tuve que salir desplazado. No sé manejar un arma, pero tuve mucho miedo”, estas conmovedoras palabras las pronunció hace poco, ante los magistrados de la Justicia Especial para la Paz (JEP), un joven indígena que busca a su hermano reclutado siendo un niño en el sur del país. Como él, más de 167 víctimas se han acreditado en el caso 07 sobre reclutamiento de niños y niñas en el conflicto armado abierto por este tribunal en marzo de 2019, en el que se investigan alrededor de 8 mil hechos victimizantes, principalmente registrados entre 1997 y el 2000, entre ellos la incorporación a la fuerza de más de 500 menores de pueblos indígenas.

Sin embargo, que nadie se engañe: el reclutamiento y el uso de menores en la guerra sumado a otros delitos como torturas, abortos forzados, desapariciones y fusilamientos, es una monstruosidad que no cesa en la Colombia profunda y olvidada, pero tristemente sigue sin ser un tema de primera línea de atención. A pesar de los esfuerzos para garantizar presencia institucional en los territorios, las acciones del Estado resultan insuficientes para ofrecer protección integral a niñas y niños de estas zonas y detener esta barbarie. Hoy el ELN, las disidencias de las Farc y otras estructuras criminales continúan reclutando niños y niñas, como lo documentó el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) presentando ante la Fiscalía y la JEP 464 nuevos casos, entre noviembre de 2016 y enero de 2021.

Se los siguen llevando por la fuerza, arrebatándolos de los brazos de sus seres amados o secuestrándolos en los alrededores de sus hogares, pero también lo hacen bajo manipulaciones y engaños, aprovechándose de su pobreza y exclusión. Sin opciones de estudio o trabajo, ni proyectos de vida, estos adolescentes terminan como carne de cañón en una inhumana guerra de la que difícilmente logran salir intactos.

Es necesario que el país conozca en detalle el infierno padecido por estos menores de edad, principales víctimas del conflicto armado, para quienes parece que no existe la justicia. De los 4.219 casos investigados por la Fiscalía General, apenas se han conocido 10 condenas. Una impunidad infame que no solo los revictimiza, sino que envalentona a sus reclutadores para que persista en su recurrente y sistemático método criminal.

¿Para cuándo el reconocimiento de la verdad, la justicia, la reparación de las víctimas y, sobre todo, las garantías de que este crimen jamás se volverá a repetir en el país? Este es un dolor que no se puede negar, es parte de la memoria histórica del conflicto y necesita ser sanado para que los menores de edad, convertidos en un objetivo de guerra cuando debían ser cuidados y protegidos, entiendan que no fue su culpa.