El presidente Gustavo Petro nunca defrauda. No lo hace cuando pronuncia sus discursos o proclamas en lo alto del balcón de la Casa de Nariño, escenario privilegiado en el que ha defendido en varias ocasiones con ardorosa vehemencia la agenda reformista que aspira a convertir en la impronta de su Gobierno del Cambio. Está en todo su derecho de hacerlo. Desde su excepcional tribuna, el jefe de Estado suele usar un tono beligerante, confrontacional, inusual por la dignidad del cargo que ostenta, pero propio de su personalismo y forma autocrática de entender el poder. Mostrando su perfil menos conciliador y haciendo gala de su indiscutible oratoria de alcance histórico, ambiental, sociopolítico y de lucha de clases, Petro ha lanzado afilados dardos, casi ataques directos, contra sectores políticos, económicos y medios de comunicación, en algunos casos con nombres propios, acusándolos de torpedear sus iniciativas.
Encender la hoguera de la hiperpolarización siempre le ha producido enormes réditos al presidente, desde sus épocas de congresista, alcalde o candidato. Ahora no es la excepción. Entonces, ¿por o para qué cambiar su efectista modelo en el que insiste ver todo en blanco y negro, aunque este conduzca, como siempre ha sucedido, a amplificar o alentar el peligroso e irresponsable discurso del odio, que ciertamente, choca de frente con el talante garantista de moderación y sensatez que debería caracterizar a la máxima autoridad de la nación, tras ser ungido por el caudal de votos que le otorgaron las urnas? Apostar por la crispación siempre será una estrategia ganadora que, además, pone el foco en lo que el fogoso polemizador desea y no, necesariamente, en las conversaciones que reclaman los ciudadanos de a pie en el día a día.
Tampoco Petro decepciona en redes sociales. Esta semana lo demostró con un trino con información no verificada que luego rectificó, ofreciendo excusas. Desde el primer Twitter de la nación, principal órgano de comunicación oficial del Ejecutivo, el mandatario formula anuncios, opina de lo divino y humano, fija posiciones personales e institucionales y, cómo no, también, presiona, interfiere y estigmatiza la labor de los medios de comunicación. Valga decir, con sentido autocrítico como tantas veces hemos señalado en este mismo espacio, que el nuestro es un ejercicio mejorable en sus distintos ángulos para dar estricto cumplimiento a lo que debe ser nuestro deber ético y profesional: informar con rigor. Como en ciertas arenas políticas, también existe un tipo de periodismo que busca horadar la convivencia social y política. Las calculadas estrategias de unos y otros para proliferar mentiras, tergiversaciones o enfoques con agendas marcadas, convierten cualquier razonable debate en un campo de batalla emponzoñado en detrimento de la transparencia de poder y la verdad. En ambos casos, generalizar no resuelve tan enfangado asunto. En cambio, profundiza la desconfianza y descrédito de políticos y periodistas.
De modo, que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, pero bajo ninguna circunstancia es tarea del presidente de la República ni de ningún representante de los poderes públicos fungir como el censor de la prensa. Mucho menos lo es instigar opiniones prejuiciosas o negativas sobre su ejercicio libre e independiente, sirviéndose de las vías institucionales que les otorgan sus posiciones de privilegio para señalar a la prensa de antagonista, corrupta, mentirosa, dealer de la violencia, o quién sabe qué más epítetos nos tendrá reservados el mandatario. Cuestionar, controvertir o fiscalizar su gestión o la de los miembros de su gobierno, razón de ser de un periodismo responsable que desempeña con enormes desafíos la incómoda, pero indispensable misión de ser contrapoder, exige garantías que, lamentablemente, con sus preocupantes señalamientos el presidente no ofrece, contraviniendo como subraya la FLIP, el valor democrático de la libertad de expresión que cuenta con una protección reforzada en nuestro ordenamiento jurídico. Por la calidad de su información, en ocasiones sesgada e incluso maliciosa, no todos tienen claro cuáles son las verdades del periodismo, eso es obvio.
Sin embargo, la libertad de prensa es el instrumento esencial de la libertad de expresión e información de las personas. Sin ella, la democracia queda seriamente expuesta a riesgos porque les resta a los ciudadanos su derecho de contar con suficientes elementos de juicio para tomar decisiones. Bien lo señaló el demócrata Joe Biden, presidente de Estados Unidos, en su encuentro con más de 2.600 periodistas a principios de año: “El periodismo no es un crimen. La prensa libre es un pilar de una sociedad libre, no el enemigo”. Reflexión valiosa que podría hacer llegar a su homólogo colombiano que insiste en seguir abriendo la puerta a la criminalización del oficio.