En Nicaragua, la deriva autoritaria y represiva del régimen de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo pasó de castaño oscuro. Cuatro líderes de la oposición, candidatos a las elecciones generales del próximo 7 de noviembre, fueron detenidos por la Policía durante los últimos días, luego de ser sometidos a grotescos montajes judiciales con el único propósito de arrebatarles sus derechos políticos y apartarlos de la carrera presidencial. La despótica pareja que detenta el poder desde 2007 –Murillo ejerce como vicepresidenta del país que gobierna su esposo– busca una cuarta reelección, cueste lo que cueste. Su largo historial de abusos de las garantías fundamentales de los ciudadanos escribe un nuevo capítulo con la puesta en marcha de su bien aceitada maquinaria dispuesta para impedir la realización de elecciones libres, justas y transparentes.

La primera detenida fue Cristiana Chamorro, hija de la expresidenta Violeta Barrios –quien gobernó entre 1990 y 1997 tras derrotar a Ortega– y del periodista Pedro Joaquín Chamorro, director del diario La Prensa y reconocido opositor a la dictadura somocista –asesinado en 1978–. El escandaloso arresto de la más firme aspirante a ganar las elecciones de noviembre elevó la preocupación y condena de la comunidad internacional frente a los reiterados desmanes del régimen que asestaba así un nuevo golpe a los valores democráticos de Nicaragua, socavados sin el menor pudor por la dupla Ortega-Murillo y su estrategia de concentración absoluta del poder.

Arturo Cruz, un segundo precandidato presidencial, acusado de “atentar contra la sociedad nicaragüense y los derechos del pueblo”, fue detenido el pasado fin de semana, mientras que las autoridades arrestaron este martes a Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro, otros dos posibles contrincantes de Ortega, bajo señalamientos genéricos de “terrorismo, conspiración contra la independencia e incitación a la injerencia extranjera en los asuntos internos”. Esta persecución en toda regla confirma la arbitrariedad e indefensión jurídica a las que este remedo de gobierno oprime a sus ciudadanos confirmando su absoluto desprecio por los derechos humanos y las libertades individuales y colectivas, como se constató durante las movilizaciones de 2018.

El despotismo de Ortega y su corte, sustentado en inaceptables medidas para disolver partidos, acosar judicialmente a líderes políticos, atacar a la prensa, criminalizar la protesta y represaliar a activistas y defensores de derechos humanos anticipa un panorama sombrío frente al proceso electoral de noviembre que no garantiza el cumplimiento de mínimos estándares internacionales, lo que agravaría la sucesión de crisis –política, económica, social, sanitaria y humanitaria– que afronta Nicaragua como consecuencia de la incapacidad de su gobierno para resolverlas bien y a tiempo.

Ortega ha demostrado que no tiene escrúpulos. Murillo, mucho menos. De ella se dice que es el poder detrás del poder en Nicaragua. Atornillados, como están a él, harán lo que haga falta para evitar perderlo obstaculizando aún más la participación de la oposición en los comicios, vulnerando los derechos de los votantes o interfiriendo en los resultados. Nicaragua merece una democracia real, no la burla a la que este par de tiranos somete a los ciudadanos. Urge que la comunidad internacional haga frente común para incrementar su presión contra el régimen en un decidido intento por cambiar el desenlace del nuevo atentado contra la democracia en curso en el país centroamericano.