La decisión de ganar espacio seguro para los peatones de Barranquilla ya es en sí misma una buena noticia. No solo porque la intervención de siete kilómetros de andenes anunciada por el Distrito, que además habilitará espacios inclusivos, áreas verdes, mobiliario urbano y parqueaderos regulados, le cambiará la cara a amplios sectores de la ciudad, abriendo la posibilidad de aumentar sus usos. Sino también porque esta transformación urbana, si es bien gestionada mediante la incorporación de buenas prácticas o políticas públicas participativas, podrá generar, como ha ocurrido con los 252 parques construidos o recuperados en las distintas localidades, la apropiación de los ciudadanos con su entorno, reduciendo posibles riesgos de deterioro o abandono. La renovación urbana, al igual que sucede en otras capitales del mundo, tiene que ir acompañada de estrategias que promocionen el uso efectivo del espacio público.
Dignificar la calidad de vida de quienes residen en Barranquilla debe ser una exigencia permanente en el quehacer diario de las autoridades. En este sentido, ordenar la movilidad peatonal así como las áreas de uso vehicular, que independientemente de su ubicación geográfica se han tornado caóticas por la evidente falta de señalización, óptimas vías y aceras transitables, o por el reiterado incumplimiento de normas elementales, como parquear en sitios prohibidos, eran determinaciones que se esperaban desde hace tiempo. Lamentablemente, en muchos puntos de la ciudad los andenes desaparecieron, pero no por arte de magia. Se los han tragado los vehículos que, a diario, sin el menor pudor, incluso molestándose cuando se les reclama, aparcan en ellos como si los sardineles fueran de su propiedad, cuando son realmente espacio público en el que los peatones tienen el derecho de caminar con garantías y no esquivando barreras u obstáculos que hacen de ellos trampas humanas.
Barranquilla está en mora de devolver el espacio público a los peatones. Pese a que todos somos iguales en él, el costo que pagan, en especial niños, madres con sus bebés en coches, personas con movilidad reducida o los adultos mayores, por ser excluidos de las aceras, es incalculable. No se puede hablar de equidad ni bienestar si los carros continúan aparcando en los andenes, las motos circulan en ellos o a cada cierta distancia enormes cráteres amenazan con devorar a quienes caminan desprevenidamente. Se precisa de una red de aceras con normas técnicas, accesibilidad en términos de edad, género y capacidad, amplitudes mínimas e iluminación, que asegure movilidad. Esta tiene que ser vista como un derecho y no como un privilegio. Solo así se le podrá otorgar equilibrio al peatón frente a los vehículos.
Dar los pasos hacia una ciudad caminable que simplifique la vida de quienes transitan en ella es también un ejercicio de doble vía que implica derechos y deberes, tanto de los peatones como del resto de actores viales. Un escenario desafiante que, además de tolerancia y respeto, demandará, adicionalmente a los más de 30 mil millones de pesos que se invierten en las obras físicas, un importante trabajo de cultura ciudadana para que seamos capaces de asumir responsabilidades. Ese es el cambio social requerido para peatonalizar nuestros andenes, de una vez por todas, aunque suene bastante extraño decirlo así.
Barranquilla tiene aún grandes desafíos por delante en su apuesta de consolidar movilidad sostenible y segura, coherente con su propósito de ser la primera biodiverciudad del país. En el futuro inmediato, su desarrollo económico, social y urbanístico dependerán, en buena medida, de que sus gobernantes puedan garantizar transporte público de calidad, integrado y asequible, en tanto ofrecen una adecuada infraestructura peatonal y para bicicletas, y mejoran la gestión de tráfico incorporando suficientes espacios de estacionamiento. Son algunos de los ejes de una imprescindible transformación del espacio público que debe trascender de lo estrictamente físico, si también se busca construir comunidad y ciudadanía para fortalecer nuestra cohesión social.