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Colombia afronta hoy una tormenta perfecta con consecuencias impredecibles que se extenderán durante un periodo que se anticipa extremadamente retador para los ciudadanos y cuya extensión aún resulta muy difícil pronosticar.
A la crisis sanitaria causada por la implacable pandemia de coronavirus, que acumula más de 10 mil fallecidos y 330 mil contagiados en el país, y que ha provocado además una catástrofe laboral capaz de arrasar en pocos meses con al menos 5 millones de puestos de trabajo, se le suma ahora una coyuntura política inédita en la historia de la nación: la orden de detención domiciliaria del expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez, líder del partido Centro Democrático, ordenada por la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia que lo investiga por presunto fraude procesal y soborno de testigos.
Uribe, el jefe político más influyente de las últimas dos décadas en Colombia, es el primer expresidente que enfrenta una medida de aseguramiento. Esta decisión, que resultaba inminente de acuerdo con lo expresado por el mismo Centro Democrático, ha originado revuelo en distintos sectores de la vida nacional, algunos de los cuales auguran incluso el inicio de una profunda crisis política con efectos sobre los dos últimos años de gobierno del presidente Iván Duque, que se vería abocado a un prematuro debate electoral entre las fuerzas políticas del país, abiertamente enfrentadas en una disputa que, en ocasiones, raya en el fanatismo.
Una avalancha de reacciones midió el pulso de la controversia que se hizo evidente en declaraciones que llenaron a las redes sociales de todo tipo de tendencias a favor y en contra de la determinación de la Corte. Mientras la senadora del Centro Democrático Paloma Valencia defendía la inocencia del exmandatario y calificaba su detención como una injusticia y aseguraba que la izquierda seguía destruyendo a Colombia, el senador del Polo Democrático Iván Cepeda declaraba que algo había cambiado en el país y consideraba que la lección que quedaba, tras la detención de Uribe, es que no hay personas que estén por encima de la justicia por muy poderosas que sean.
Es un momento convulso que requiere serenidad, pero sobre todo un profundo talante democrático de la dirigencia en todos sus niveles. Un tiempo de demostrar madurez política. Ni revanchismos ni provocaciones que socaven las instituciones y pasen una cuenta de cobro impagable en un país donde los odios han hecho un daño inmenso difícilmente resarcible.
Está claro que resultará muy complejo gestionar la crispación desatada por esta decisión judicial de la Corte, tomada en derecho y merecedora de respeto como cualquier otra, pero nadie debería equivocarse al punto de dejarse arrastrar, por mucha indignación o satisfacción que le provoque, en la intolerable falta de usar esta determinación como un instrumento de chantaje para reclamar la razón o incluso el poder.
Colombia es un Estado de Derecho, que ha sido capaz de sobreponerse a fortísimas crisis. Su defensa es una obligación de todos los ciudadanos, pero especialmente de sus gobernantes, que deben garantizar la independencia de poderes, uno de los soportes del conjunto de principios y valores que constituyen la democracia colombiana. Respeto a la justicia, como reclamaban las Cortes de manera conjunta antes de que se conociera la decisión, así como todas las garantías para que el senador Uribe ejerza su defensa en el proceso que continúa en el alto tribunal.
Que la agitación de esta circunstancia tan desafiante no se convierta en un trofeo político para nadie. Que los llamados a la sensatez no se queden en un discurso vacío. Responsabilidad y grandeza.