Estados Unidos elige hoy a su presidente y el mundo está expectante por conocer si reelegirán el modelo impuesto por el sanguíneo Donald Trump que durante su gobierno ha arremetido contra la democracia, el Estado de derecho y la independencia de poderes en su país; poniendo además en serios aprietos, con sus decisiones, al orden global.

El demócrata moderado Joe Biden, de 77 años, discreto ex vicepresidente de Barack Obama, sin ser un candidato sobresaliente, le dio la talla durante la intensa campaña electoral –carente de un debate político de altura– y se convirtió en opción para millones de ciudadanos, incluso republicanos que, hartos de la egolatría y desaciertos del actual mandatario, votarán por él para intentar convertirlo en el nuevo inquilino de la Casa Blanca.

Los estadounidenses acuden a las urnas, temerosos por la expansión de la Covid-19 sin tregua en su territorio, una economía frágil y en medio de un clima electoral de extrema polarización exacerbado por el discurso del miedo, caos y negacionismo en el que Trump se sustenta. En la frenética recta final de la campaña, el magnate republicano decidió, además, agitar la bandera de un descomunal “fraude electoral” que, según él, tendrá lugar en el voto por correo.

Populismo conspirativo y peligroso, incendiario por demás: Trump en estado puro. Los resultados finales de la elección podrían demorarse varios días debido a que cerca de 100 millones de ciudadanos, de los 240 millones de electores del país, votaron de manera anticipada – consecuencia de la pandemia– vía correo. Lo permite el complejo sistema electoral del país que declara vencedor no a quien gane más votos ciudadanos, sino al que sume 270 votos del Colegio Electoral, integrado por 538 miembros, distribuidos en proporción a la población de cada estado.

Así ha funcionado en elecciones muy reñidas como la de George W. Bush y Al Gore, en el año 2000, pero si Trump no acepta los resultados, como ha dejado entrever, la considerada democracia más estable del planeta podría verse abocada a una profunda crisis institucional y un estallido de violencia postelectoral.

Preocupa la reacción de sus partidarios, entre ellos los supremacistas blancos, fieles seguidores de sus apariciones públicas a las que acuden vistiendo prendas militares y armados hasta los dientes. A este tipo de grupos de ultraderecha, Trump les vendió la idea de que las elecciones se las van a robar. Si los resultados tardan, como se estima, la gobernabilidad del país empezará a ser cuestionada.

La desconfianza gana terreno, mientras el fantasma del fraude amenaza con fracturar aún más a esta sociedad golpeada por un racismo endémico, desigualdad social y diferencias marcadas frente a la lucha contra el cambio climático y la salud pública. Biden y su entorno demócrata no confían en la ventaja otorgada por las encuestas, asumen que su victoria debe ser holgada, sin lugar a dudas o a demandas que terminen siendo definidas por los nueve jueces de la Corte Suprema de Justicia, hoy de amplia tendencia conservadora, tres de ellos nominados por Trump.

Reconstrucción o debacle, Biden o Trump, un dilema que deberán resolver los votantes norteamericanos llamados a elegir qué tipo de gobernante desean para los próximos cuatro años.