El cese de operaciones de Uber en Colombia, luego de seis años, es el colofón de una larga lista de desencuentros, vacíos jurídicos y presiones políticas, que no pudieron subsanarse a pesar de la insistencia de legisladores, funcionarios, gremios y usuarios.

Lo que comenzó como una alternativa creativa y eficiente para la movilidad de millones de usuarios terminó con una demanda interpuesta por Cotech S.A. en la cual se argumentaba competencia desleal, y que la Superintendencia de Industria y Comercio resolvió en primera instancia ordenando la suspensión del servicio de Uber.

Las reacciones, a favor y en contra de la medida –cuya apelación sigue en proceso, pero que originó la decisión de la empresa norteamericana de abandonar el país–, no se han hecho esperar.

Por una parte, están quienes argumentan que Uber es un servicio ilegal de transporte cuyas particularidades constituían una desventaja para los transportadores tradicionales –especialmente los taxistas– quienes deben cumplir con un sinnúmero de requisitos consagrados en las normas para poder operar, los mismos que Uber no cumplía.

Sin embargo, son muchas las opiniones que concuerdan en que la naturaleza del negocio de la empresa sancionada es distinta, y que se trata de una plataforma tecnológica que presta un servicio indirecto de transporte a través de terceros. Es ahí donde se han concentrado todas las polémicas alrededor de esta innovadora manera de movilizarse que funciona en cientos de países del mundo.

No obstante las advertencias de diversos sectores, los años pasaron sin que los gobiernos y los legisladores abordaran seriamente el tema de la regulación de este tipo de plataformas que se acogen al principio de neutralidad de la red.

Seis años sin normas regulatorias consolidaron el servicio en el país, fueron aumentando la demanda exponencialmente y generaron la dependencia de cientos de miles de familias que obtienen sus ingresos de esta forma alternativa de transporte, todo dentro de la, a la postre infundada, presunción de legalidad que suelen generarse alrededor de los limbos jurídicos.

Por lo pronto, las consecuencias más importantes de la salida de Uber son que un poco más de 88 mil personas se quedarán sin trabajo, que la Nación dejará de percibir millones de dólares en impuestos, que el monopolio de los taxis volverá a controlar el mercado, que los emprendimientos tecnológicos seguirán transitando en la incertidumbre.

La principal lección que debería surgir de esta situación es que el Estado no puede demorar más en comprender que el mundo ha cambiado, y que si bien las nuevas tecnologías no pueden operar al garete si necesitan de condiciones favorables para seguir ofreciendo sus servicios a una masa de consumidores que parecen ir más rápido que lo que piensan los líderes de turno.

Entretanto, los huérfanos usuarios de Uber exigirán a los taxistas, aparentemente los más beneficiados con esta noticia, que, de ahora en adelante, cuando alguien pida un servicio en una gran ciudad, sobre todo en horas pico, el automóvil amarillo y legal que lo transporte a su destino no se demore más de diez minutos en recogerlo y cobre una tarifa ajustada.

Ya veremos qué pasará con las otras plataformas similares a Uber y con el transporte público individual.