El controversial decreto de emergencia económica con el que el gobierno de Gustavo Petro pretende cubrir el faltante de $16,3 billones del Presupuesto General de la Nación de 2026 abrió una grieta profunda en el debate institucional del país. No por el tamaño del hueco fiscal —que existe y sí o sí debe enfrentarse— sino por el equivocado camino que eligió para hacerlo, echando mano de un estado de excepción, con el que ambiciona —una vez más— sustituir al Congreso de la República, luego de que este le negara su reforma tributaria 3.0.

La comprensible reacción crítica de gremios, juristas, académicos y sectores políticos se basa en la defensa del orden constitucional que el Ejecutivo intenta subvertir. No hace falta ser un entendido en la materia para advertirlo. La emergencia económica, según el artículo 215 de la Constitución Nacional, exige hechos sobrevinientes, imprevisibles y de gravedad excepcional. Nada de eso ocurre a día de hoy, por mucho que el Gobierno lo interprete así.

Todas las señales indican, además, que el Gobierno ejecutó un calculado plan, consistente en dejar hundir la tributaria hasta ganar el suficiente tiempo para decretar la emergencia durante la vacancia judicial de la Corte Constitucional, emitiendo entonces los decretos con fuerza de ley. Dice el ministro de Hacienda que buscan evitar que el país se desfinancie, pero no explica por qué no deciden un recorte del gasto público que es lo que bien procede.

Algo, claramente, no cuadra en la intención del Ejecutivo de apelar tan insistentemente a estados de excepción que despiertan inquietud. ¿Estratagema política para reforzar su retórica victimista de que no les dejan hacer lo que ellos consideran es lo mejor para el país?

El antecedente del ‘decretazo’ que convocaba una consulta popular sobre temas laborales, también al margen del Congreso, refuerza la preocupación por la conducta recurrente del presidente, inclinado a actuar en contra del orden constitucional y de saltarse los cauces institucionales cuando estos no convalidan su voluntad política. Revela una incomodidad profunda con el sistema de pesos y contrapesos e incluso con los tiempos de la democracia.

Cabría preguntarse si eso era lo que Colombia esperaba cuando Petro ganó el poder en el 2022, precedido de un álgido clima de protesta social que reclamaba cambios y un ‘reset’ democrático. ¿Qué queda de aquel espíritu llamado a regenerar el sistema político del país, de librarlo de la corrupción, prácticas clientelistas y abusos de poder? Lo que hoy vemos es a un gobierno manchado por casos de corrupción que lo atenazan y una sombra larga de decisiones arbitrarias que ponen en tela de juicio el talante democrático del jefe de Estado.

A estas alturas, ya sabemos que el petrismo en el poder pudo ser algo distinto. Pudo encarnar una izquierda moderna, respetuosa de las reglas y consciente de que la autoridad se ejerce con límites. Pero lo que ha demostrado es un afán de imponerse que recurre al lenguaje moralizador, mientras vacía de contenido la legalidad que dice defender. Forzar por decreto lo que no se obtiene por acuerdos no es valentía reformista, sino autoritarismo.

Más allá del debate fiscal —que exige gran responsabilidad, recorte del gasto y reformas estructurales— el mayor daño de esta emergencia económica es institucional. Sin respeto por la Constitución y el sistema de pesos y contrapesos, no habrá confianza posible ni garantías democráticas duraderas que aseguren estabilidad. La Corte Constitucional, que ha dado lecciones de probidad, debe actuar con firmeza y, en la medida de las posibilidades, con celeridad. Porque cuando el Ejecutivo insiste en gobernar actuando de forma arbitraria, no está en juego solo un presupuesto, lo que se pone en gran riesgo es el Estado de derecho.