El fallo del Tribunal Superior de Bogotá que absuelve al expresidente Álvaro Uribe Vélez de los delitos de soborno en actuación penal y fraude procesal, por los que la juez 44, Sandra Heredia, lo había condenado a 12 años de prisión, y revoca su fallo de primera instancia, marca un nuevo punto de inflexión en uno de los procesos judiciales más complejos y mediáticos de la historia reciente de Colombia. Una decisión en derecho que tiene efectos inmediatos en el ajedrez político nacional que ya se mueve de cara a las elecciones del 2026.

La determinación de dos de los tres magistrados que integran la Sala, encargada de revisar la sentencia contra Uribe para resolver la apelación de su defensa, reafirmó un principio básico del Estado de derecho: sin pruebas concluyentes, no hay lugar para la condena penal.

En su análisis probatorio, el Tribunal desestimó evidencias, desvirtuó los casos de soborno, puso al descubierto inconsistencias y contradicciones en los testimonios de testigos y señaló errores procesales, al punto de que el magistrado Manuel Antonio Merchán afirmó que el fallo de la juez Sandra Heredia, “introduce hechos ajenos a la acusación, vulnerando el principio de congruencia y el derecho de defensa”. Sin duda, ratificó que los casos deben resolverse con base en hechos que acrediten delitos, no en narrativas sin criterios técnicos.

Ahora bien, el fallo de segunda instancia deja abierta todavía una última puerta: el recurso de casación ante la Corte Suprema de Justicia, al que acudirán las víctimas del proceso, en cabeza del senador Iván Cepeda. No obstante, como sucedió cuando Uribe Vélez fue condenado en agosto, es imprescindible que el país reconozca que en democracia las decisiones de la justicia se respetan y acatan, más allá del juicio público o de las afinidades políticas. Es más, al margen de los odios y amores que despierta el expresidente, lo cierto es que la presunción de inocencia es un derecho fundamental y ningún ciudadano, sea quien sea, debe ser condenado sin que existan elementos probatorios sólidos en su contra.

Lamentablemente, Petro ha vuelto a marcar distancia con la justicia cuando sus fallos no coinciden con sus intereses. Su reacción al fallo del Tribunal, al acusarlo de contradecir a la Corte Suprema y convocar a la gente a la calle para recolectar firmas para una Constituyente, no solo es una pataleta de mal perdedor, sino que reafirma su patrón de validar solo las decisiones judiciales que le son favorables. El deber de un jefe de Estado es garantizar la independencia de poderes, no presionarlos con discursos incendiarios o movilizaciones populistas.

La legitimidad de la justicia en Colombia no puede estar sujeta al vaivén de la opinión del Gobierno de turno ni al fervor ideológico de sus militantes. Cuando un presidente promueve la desconfianza en los jueces porque sus decisiones no se alinean con su agenda, erosiona no solo la institucionalidad, sino la base misma del sistema democrático. ¡Que no se olvide!

Este fallo debe entenderse como una prueba del funcionamiento de la justicia colombiana, con todas sus imperfecciones, también con sus contrapesos, procedimientos y garantías. Es la justicia, y no la política, la que debe concluir sobre la culpabilidad o inocencia de cualquier ciudadano, incluso la de un expresidente. Colombia necesita afianzar sus instituciones, no debilitarlas con discursos revanchistas o cruzadas personalistas contra quienes piensan diferente. Respetar los fallos judiciales, así no se compartan, es lo mínimo que se espera de una democracia constitucional en la que los pilares del Estado de derecho no se negocian.

Es innegable que Uribe y su partido, el Centro Democrático, salen fortalecidos tras este fallo de segunda instancia que puede convertirse en un catalizador político para reposicionarse. Inicialmente si confirma su aspiración para regresar al Senado en el puesto 25 de una lista cerrada y en su rol de gran elector del bloque de derecha que busca candidato único a las presidenciales. Queda claro que la absolución del jefe natural del CD lo catapulta a ser pieza central del debate electoral en ciernes en el que sí o sí se reconfigurarán alianzas, en virtud de la legitimidad que le otorga la decisión absolutoria que debe ser acatada y no politizada.