No cabe duda de que Donald Trump le está amargando a Nicolás Maduro la Navidad que en Venezuela comenzó el pasado primero de octubre en cumplimiento de la tradición chavista del “derecho sagrado a la felicidad”. Los temerarios anuncios del presidente de Estados Unidos de autorizar operaciones encubiertas de la CIA, de escalar a una fase de acciones terrestres el impresionante despliegue naval de diez barcos de guerra y 10 mil uniformados en aguas del Caribe, más el sobrevuelo de tres bombarderos B-52 cerca de la costa venezolana, elevaron esta semana la presión militar sin precedentes de Washington contra el ilegítimo, autoritario y represivo régimen instalado en Miraflores hace ya 26 años.

Bajo el pretexto de una cruzada frontal contra el narcotráfico y las redes transnacionales del crimen, a las que considera organizaciones terroristas que afectan la seguridad nacional, la Casa Blanca justifica su intervención como una ofensiva legítima. La delirante retórica de Trump hace el resto. Ha declarado al Congreso que Estados Unidos está en un “conflicto armado” contra los carteles de la droga y que sus integrantes son “combatientes ilegales”.

De ahí que los ataques de su fuerza naval contra supuestas ‘narcolanchas’ y un submarino en altamar, a la postre sus enemigos identificados, continúen sumando casi a diario muertes de civiles y ahora aparentes detenciones. Todo ello, pese a ser señaladas por voces críticas, dentro y fuera de Estados Unidos, como operaciones militares extrajudiciales sin pruebas concluyentes ni juicios, tampoco control legislativo, lo que vulnera el derecho internacional.

Sin embargo, sería un gravísimo error caer en el relato maniqueo que presenta a Venezuela como la víctima. Bien sabemos quiénes y por qué defienden a un régimen que está lejos de ser modelo de democracia. Más bien todo lo contrario. Este espurio gobierno, que condenó al país vecino al colapso de sus instituciones, a la destrucción económica, en tanto desató una feroz persecución contra sus contradictores políticos no solo roba elecciones, sino que ha cerrado todas las vías de alternancia real en el poder. Y lo ha hecho, además, sin disimulo.

La respuesta del chavismo ante la ofensiva militar de Trump ha sido la misma de siempre: apelar a la defensa de la soberanía, mientras militariza el país, reprime y usa el miedo como escudo. Maduro llama a la paz, al mismo tiempo que despliega el plan “Independencia 200” en tres estados fronterizos con Colombia, alista un supuesto ejército de milicianos civiles, cierra embajadas, se aísla más y acusa sin evidencias a la oposición de preparar atentados.

Indudablemente, el chavismo siente pasos de animal grande ante los cuales se atrinchera en una novelesca estrategia de “defensa integral”, en vez de abrir un verdadero diálogo nacional que permita rebajar la tensión desatada por la administración Trump. Esta, en su segundo intento de cambio de régimen –antes había fracasado con Juan Guaidó en 2019–, deja de lado la vía diplomática, rompe los canales formales de comunicación con Caracas y apuesta por aumentar la intensidad de su operación militar, usando tácticas cada vez más severas, desde la intimidación hasta la fuerza bruta, para provocar la respuesta de Maduro.

Trump no cejará en su empeño de desalojar del poder a Maduro y sus secuaces. Ese objetivo resulta, con el paso de los días, más y más claro. Sin embargo, aunque enseñe los dientes e incremente la provocación armada, en el fondo sabe que la única salida viable es soberana.

Ninguna transición hacia la democracia será posible si no son los mismos venezolanos los que la lideran. Es cierto que el dictador debe salir de escena por efecto de un alzamiento interno o de que sea entregado por una persona de su círculo de confianza; también lo es que se requiere de la presión de Washington para acelerar su marcha que no parece dable.

Con el volcánico e impredecible Trump nunca se sabe. Pero incendiar el vecindario con una incursión militar terrestre en Venezuela supone, hasta para él, una aventura en extremo peligrosa. Ni la intervención extranjera al margen de la legalidad ni el autoritarismo ofrecen una salida creíble a la crisis. Delegados de la comunidad internacional, entre ellos Petro, que condena las maniobras de Washington, debe exigir —al mismo tiempo— el final de la dictadura chavista. Porque no hay soberanía real sin democracia interna ni paz verdadera cuando el pueblo vive sometido a la brutal represión de un sátrapa que restringe sus derechos y es capaz de ofrecer los recursos del país a cambio de seguir atornillado al poder.