En un foro de demostrada inoperancia, el de la asamblea anual de la ONU, que conmemora, por cierto, 80 años, un significativo conjunto de naciones ha reconocido al Estado palestino. Cuatro de los cinco miembros permanentes de su Consejo de Seguridad ya dieron ese paso.
Queda Estados Unidos, el aliado histórico de Israel, que con su poderoso derecho a veto ha bloqueado o impedido ejercer una mayor presión para detener la matanza, con más de 65 mil muertos, que su Ejército bajo las órdenes de Benjamín Netanyahu ha desatado en la Franja de Gaza desde hace casi dos años, luego del repudiable ataque terrorista de Hamás.
En total, más de 155 países de los 193 que hacen parte del organismo multilateral reconocen hoy a Palestina. Se trata de un acto de profunda carga simbólica que sin duda marca distancia con la espantosa masacre ejecutada por Israel en Gaza. Sin embargo, a estas alturas, cuando la vida de tantas personas inermes pende de un hilo, que mueve a su antojo Netanyahu, y poco o nada queda en pie de sus bienes o propiedades en los territorios que les fueron adjudicados en 1947 —justamente durante la partición hecha por la ONU—, este reconocimiento tardío se recibe como un gesto vacío, del que no se sabría bien qué esperar.
Sobre todo, porque las atrocidades persisten sobre el terreno, con ataques indiscriminados, una hambruna que supera todos los récords, en particular en el caso de los más pequeños, y expulsiones masivas de palestinos de Gaza y de Cisjordania, en tanto los secuestrados por Hamás están a punto de completar un segundo aniversario de un atroz e injusto cautiverio.
Si bien es cierto que el impacto del reconocimiento del Estado palestino resulta limitado, bajo las actuales circunstancias, también lo es que Trump y Netanyahu falsean la realidad cuando proclaman a los cuatro vientos que este se convierte en una concesión o un premio para los terroristas de Hamás. Inmersos en su lógica irracional que empuja a la humanidad al abismo de la ‘ley de la selva’, anteponiendo el interés propio o la fuerza bruta al diálogo, la acción colectiva y la diplomacia, persisten en dinamitar los puentes tendidos para hallar una salida, a través de los principios del sistema de gobernanza mundial que rigen a la ONU.
La barbarie de Gaza podría terminar si ambos bandos dieran pasos certeros, consensuados, hacia la creación de dos Estados independientes, uno judío y otro árabe, como lo propuso la Resolución 181 del 29 de noviembre de 1947. Este escenario, cada día más respaldado por la comunidad internacional, en aras de ponerle fin al genocidio palestino, no cabe en los cálculos de los extremistas de lado y lado que únicamente consideran el exterminio del contrario. Con Trump en la Casa Blanca, enarbolando su unilateral y transaccional visión de la política exterior, será realmente un desafío global avanzar hacia una solución diplomática.
En este caótico desorden mundial, el provocador e incendiario discurso del presidente Petro en el foro de la ONU ni quita ni pone. Más bien, sus insólitas posturas a favor del régimen dictatorial de Nicolás Maduro en Venezuela o su negación, casi defensa, de la comprobada existencia de la organización de crimen transnacional conocida como el Tren de Aragua nos expone ante Estados Unidos, el principal socio comercial de Colombia, que nos tiene en la mira tras la descertificación por incumplir los compromisos del país en la lucha antidrogas.
Petro, al que se le nota dolido por la decisión de Washington, que recibió como personal y en ello no se equivoca, usó una invectiva impropia de la dignidad de su cargo para arremeter contra Trump, a tal punto que su intervención, la última en una asamblea de la ONU, quedó reducida a una especie de juicio público contra su homólogo que provocó el retiro de la delegación norteamericana. Ensoberbecido en su egolatría que busca el reconocimiento de líder global, no tiene en cuenta los intereses de la nación ni le importan. ¿Será por eso que prefiere usar la bandera de “guerra a muerte”, de Simón Bolívar, en vez de la de Colombia?
Sus críticas contra el genocidio de Gaza o los ataques de Estados Unidos a lanchas en aguas del Caribe, defendibles en su fondo, pero insostenibles en su forma, se desdibujaron en su retórica irritante de acusaciones vacías. Difícil, otra tribuna más desperdiciada que esta. Ojalá que quienes nos ven en estos espacios internacionales, con desconfianza o reserva, sepan comprender el talante de aquel que hoy ejerce la representación del Estado colombiano.