Una vez más la misma tragedia golpea a Barranquilla. Diez personas fallecieron en las últimas horas y, al menos, doce reciben atención médica, ocho de ellas en uci, tras ingerir una bebida alcohólica artesanal en el sector de El Boliche, en el centro de la ciudad, donde la letal mezcla se habría preparado en condiciones de absoluta insalubridad, para luego ser comercializada en botellas de plástico por dos mil pesos la unidad, según el primer reporte.

“Acidosis metabólica severa”. Ese es el nombre del cuadro clínico de quienes ingresaron, algunos en carretilla transportados por amigos, al Hospital Nuevo Barranquilla. Lo hicieron en estado de coma, con alteraciones metabólicas graves y compromiso del sistema nervioso. Dicho de otra forma, sus síntomas confirmaban el consumo de alcohol metanol o industrial ligado con agua, un brebaje al que se le conoce popularmente como ‘cococho’.

Una combinación, ciertamente riesgosa, con potencial de desencadenar daños irreversibles en el organismo, como ceguera y secuelas neurológicas permanentes, cuando no la muerte.

Quien entrega este reporte, con categórico conocimiento de causa, es el toxicólogo Agustín Guerrero, que intenta salvarles la vida a los pacientes que aún siguen en uci. El especialista, una ‘biblia’ en la materia, reconoce el patrón. Lo ha lidiado en sus vastos años de ejercicio profesional. No olvida, tampoco lo deberíamos hacer nosotros, que el artesanal ‘cococho’ y, en general, el licor adulterado se han cobrado la vida de decenas de personas en la ciudad: 18, en la celebración del Día de la Madre de 2004 y 21, en septiembre de 1989. Otras 35, en ambos episodios, como documentó EL HERALDO, sufrieron pérdida irreversible de su visión.

¿Cómo es posible que en Barranquilla, bien sea por un abusivo e irresponsable consumo de trago, tan barato como maldito, asociado a extrema vulnerabilidad socioeconómica; bien por una actividad ilícita que se encubre o justifica en ciertos barrios, la ciudadanía decida normalizar la venta de alcohol envenenado que termina siendo un pasaporte a la muerte?

El mea culpa entonado por Fabricio De la Hoz Ariza, allegado a las víctimas, revela no solo su dolor, también la cruda verdad de una historia repetida. “A veces, por querer ahorrarnos unos cuantos pesos, buscamos un licor de mala calidad que nos puede causar daño”, reconoció. ¡Cuánta razón tiene! Prácticas sociales o culturales arraigadas en el imaginario popular avalan este consumo, en el que convergen personas en condición de pobreza, trago a precios irrisorios que equivale a bebida adulterada, distribución clandestina e ilegalidad.

A la espera del dictamen oficial, se presume que la mezcla que habría hecho Nicolás Manuel Medrano, a la postre la primera víctima mortal de la intoxicación masiva, contenía alcohol metílico o metanol, también conocido como alcohol destilado de la madera, una sustancia tóxica e inflamable, que se usa como solvente, anticongelante y combustible en la industria.

Es altamente venenosa si se ingiere y, de hecho, su venta para el consumo humano está prohibida, pero hecha la ley, hecha la trampa, y quienes se la ingenian para adquirirla la rebajan con agua para venderla como si fuera alcohol etílico, porque ambos tienen casi el mismo sabor y olor. Ni siquiera se nota. Altera el estado de conciencia como si se estuviera borracho, por eso las víctimas no sospechan hasta que es demasiado tarde para reaccionar.

La Policía Metropolitana reporta que en 2025 ha desmantelado tres centros de producción de licor adulterado y capturado a 15 personas en Barranquilla. Sin embargo, lo sucedido en El Boliche es otra cosa. Por supuesto, que se deben extremar los controles para combatir la fabricación de bebidas alteradas en sus componentes y envasadas en botellas ya existentes. Esa es una industria criminal que mueve miles de millones de pesos. Lo que también resulta fundamental es insistir en campañas ciudadanas de conciencia social con un claro mensaje: el trago barato no es una ganga ni una oportunidad, más bien es una sentencia de muerte.

Las políticas públicas de inclusión social del Distrito deberían orientar campañas preventivas sobre los riesgos, un efecto de la desigualdad estructural, dirigidas a población vulnerable, la más expuesta a consumir este veneno como si fuera un licor. En pocos días, esta tragedia quedará atrás y sus víctimas pasarán al olvido colectivo. Si no actuamos como una sociedad resiliente, consciente de lo que pasa, seremos todos responsables por no haber hecho nada.